El viento soplaba con insistencia, y el cabello de Roan danzaba al compás de una melodía invisible, como si supiera que estaba a punto de cambiar todo. Algo en su mirada ya no pertenecía a la princesa caprichosa que habían conocido: se había endurecido, afilado, adaptado. Ahora era algo similar a una heroína.
—Peter, te debo una —dijo con convicción, mientras una nueva aura envolvía su figura, una vibración casi reverencial que parecía surgir del mismísimo tejido del universo.
Y entonces se lanzó.
Cada movimiento era un tajo exacto, cada giro una danza de muerte coreografiada por la furia y la claridad. Oscuras ráfagas se cruzaban entre sus espadas, mientras su silueta parecía desvanecerse y reaparecer con cada golpe.
Siegfried se llevó la mano a la frente, como si un fragmento de hielo se le hubiera clavado entre las sienes.
—Sire Williams… ¿qué sucedió exactamente?
Peter, sin apartar la mirada de Roan, murmuró con voz calculadora:
—Aún no... Necesita concretarse.
Tenía razón. El hilo del destino seguía tenso como cuerda a punto de reventarse, vibrando al compás de una muerte que aún no había ocurrido pero ya se sentía presente. Si querían sobrevivir, si había siquiera una posibilidad, Roan necesitaría más que fuerza: necesitaría el destino la respaldara.
Peter respiró hondo. Las imágenes de futuros posibles se alineaban en su mente como piezas de ajedrez. Cada final posible se formaba, se desvanecía, se reformulaba. Por primera vez la maldición de Peter —ese hábito de sobrepensar— era su única ventaja.
—Siegfried —dijo con la voz de líder novato—, ¿cuánto tiempo necesitas para preparar un buff que potencie a Roan y despierte a Hiro?
El rey dudó por un instante. Sabía que si su escudo caía, tanto Peter como Hiro y él quedarían expuestos. Pero la voz de Peter tenía otra textura. Ya no era de miedo, sino la certeza del que ha elegido su jugada.
—Sire Williams —dijo finalmente, inclinando la cabeza—, mi espada sirve ahora a usted. Dígame qué debo hacer.
—Primero, libera a Hiro.
Siegfried entonó un canto cálido, casi como una oración a una deidad dormida. Una runa dorada de su capa se disolvió, como lágrima celestial. Uno de los fragmentos de Eark, su reserva vital, fluyó como un río dorado.
El cuerpo de Hiro se sacudió, volvió a la conciencia de golpe. Inhaló con violencia, se llevó una mano a la sien y escupió sangre. Ese era el precio de escuchar conocimiento prohibido.
—Solo me queda energía para dos conjuros más —anunció Siegfried, alzando su mano con elegancia. El encantamiento cruzó el aire y se posó sobre Roan. La velocidad, la evasión y la resistencia de la guerrera aumentaron como si los propios dioses hubieran tocado su sombra.
—Ambas cabezas actúan como una sola entidad —razonó Peter—. Si queremos tener una oportunidad, necesitamos romper su sincronía. Roan atacará con todo, pero necesitamos un impacto externo que altere la lógica compartida de su cuerpo. Hiro… necesito algo rápido. No podemos fallar.
Desde la línea de fuego, Roan gritó entre jadeos:
—¡Chicos! ¡El poder de la fábula se desvanece! ¡¿Plan, por favor?!
Hiro, recuperando de inmediato su teatro dramático, se puso de pie y alzó los brazos como si estuviera por revelar su carta trampa:
—¡YO TE ELIJO!
Una nube de humo blanco envolvió el escenario. Un par de alas negras emergieron. Cuatro patas. Una cola con forma de aletas. Y un rugido que partió el cielo con la fuerza de un relampago.
Peter no pudo evitar sonreír.
—Invocaste un Furia Nocturna…
La criatura, ágil y feroz, se posicionó detrás de la quimera, obedeciendo las órdenes de Hiro.
Comenzó a lanzar ráfagas de fuego con una precisión quirúrgica, obligando a la cabeza de simio a moverse en otra dirección, a perder el compás.
Roan lo sintió. Aprovechó el quiebre.
Saltó, uniendo ambas espadas por el filo. El cuerno de su frente destelló con una intensidad abrumadora. Entonces grito.
—¡Gran Rey Cero Getsuga!
La energía se comprimió, explotó desde su cuerno y se lanzó en línea recta con violencia total. No hubo grito por parte de la criatura. Solo la calma mecánica de la muerte. La Exploradora se partió en dos. La cabeza del mono quedó hecha trizas.
Roan aterrizó. Se limpió el sudor de la frente. Una sonrisa —no de victoria, sino de aceptación— adornó su rostro.
—Estoy agotada… —dijo entre suspiros—. Ya no eres un simple humano, Peter. Creo que puedes ser útil.
Peter tragó saliva, más por alivio que por ego.
Entonces, la voz regresó. Esa voz que parecía brotar desde una dentro de sus cabezas y en todo el exterior, entonada y alegre.
—¡Waaaaw, se lucieron!
—¿Verdad que sí? —respondió Roan con descaro—. Jamás pensé que podría emular a los héroes de este mundo. Es mil veces mejor que las leyendas aburridas de Ea.
—Y tú, Peter... lo que hiciste fue increíble. Me has gustado más.
Un silencio incómodo. Todos razonaron que había una cuarta persona con ellos. Alguien que pasaron por alto, obligándolos a tomar nuevamente una posición defensiva.
Roan, Hiro y Siegfried lo miraron con nuevos ojos. Sospecha, burla, extrañeza.
—¿Qué tan probable es que ella sea la madre de tu hijo espacial? —preguntó Hiro casualmente.
—Entonces no fuiste abducido —añadió Roan—. ¡Eres todo un pillín!
Un destello blanco cortó la escena.
Una silueta femenina emergió de la nada desde un contorno borroso. Al principio parecía etérea, como una proyección. Pero su movimiento era errático, antinatural. Desconcertante.
En su mano apareció una lanza de energía blancuzca. Sin mirar al grupo, la clavó en el torso aún tibio de la quimera.
Silencio.
—¿Héroe o amenaza? —preguntó Hiro en voz baja.
—¡Oye tú! —gritó Roan, ya sin filtros—. ¡Será mejor que no te metas con nosotros!
—¡Roan! —Peter la reprendió—. ¿Por qué la provocas?