Jade se despertó. Estaba de cabeza, siendo cargada por un hombre alto, fuerte, rubio y de apariencia aria. Sin hacer ruido y conteniendo la respiración, se acomodó lentamente en la posición en la que estaba.
—¿Quieres que cambiemos? Se ve que pesa mucho —dijo Roan, dándole una palmadita a Siegfried.
—Agradezco su amabilidad, Lady Eitav, pero este es un encargo que Sire Williams me encomendó —respondió el caballero, con la calma de quien ha cargado muchas veces más que solo cuerpos.
—¿Por qué insistes en llamarlo "Sire"? —preguntó Roan—. No tiene sangre real como nosotros. Es alguien ordinario.
—Es difícil para usted darse cuenta —dijo Sieg, sin mirar atrás—, pero alrededor del Señor Williams hay un aura de Eark demasiado pura. Es casi similar al aura de los dioses primordiales.
—No tiene sentido. Los cuatro dioses primordiales desaparecieron cuando Shi’on fue consumida por la oscuridad —respondió Roan, con un tono que oscilaba entre la incredulidad y el recuerdo.
—Así es. La leyenda dice que el Creador dio forma a sus cuatro hijos a partir de los conceptos que rigen el universo: Conocimiento, Voluntad, Autoridad y Propósito. Luego de crear las cosas en el plano físico y espiritual, cayó en un sueño, dejándolos a cargo de su creación. Pero la noche aprovechó el momento para invadir los cielos y consumir el trono —explicó Sieg, como si recitara un fragmento sagrado que ha memorizado desde niño.
—¿Significa que fue bendecido por un Primordial? —preguntó Roan, mientras con gesto travieso le picaba la nariz a Jade, que seguía fingiendo estar inconsciente.
—No lo sé. Creo que ni siquiera el Sire lo sabe —respondió Siegfried, con honestidad. Hasta ese momento, era el único que había notado la extraña aura divina que brotaba ligeramente de Peter. Una energía sutil, pero real, que parecía intensificarse cada vez que usaba sus poderes. ¿Quién era realmente Peter Williams? Sieg se lo preguntaba en silencio, sin respuestas claras.
Roan había escuchado la historia de los Primordiales de boca del rey de Ea. En la Biblioteca del Limbo existían referencias esporádicas sobre esos seres. Se decía que el Primordial del Conocimiento tomaba a menudo la forma de un dragón poderoso que impartía sabiduría. De los otros tres, solo quedaban menciones vagas, antiguas como el lenguaje.
—Podría ser que… —susurró Roan, dejando que la posibilidad se colara entre sus pensamientos.
Había leído múltiples fábulas y mitos, con la esperanza de aumentar el potencial de su habilidad. Entonces recordó una historia: El Tejedor de Destinos. Así se le llamaba al Primordial del Propósito. Se decía que él mismo ramificó el universo en todas sus variables, permitiendo a los seres vivos vivir cada una de sus decisiones.
Roan se detuvo un momento, como si algo invisible le tirara del brazo. Recordó las pocas veces en que el viaje se había tornado extraño, anómalo. En todas, Peter estaba en el centro. Era como si, de forma inconsciente, el destino siempre terminara jugando a su favor.
—¿Sería posible que… no… porque murió una vez. ¿Cierto? —murmuró.
Se refería al momento antes de entrar a la Biblioteca del Limbo.
—En mi cultura, morir significa perder las ataduras al plano terrenal —respondió Sieg con serenidad.
—Aun así… —Roan seguía tratando de atar cabos.
—También creo que está relacionado con el Primordial del Propósito. Después de todo, parece que el destino tiene un trabajo para él. Y nosotros ahora estamos fuertemente relacionados a él —concluyó Siegfried.
Ambos continuaron caminando. El centro de Kioto —el lugar donde el meteorito había caído— estaba cada vez más cerca. A cada paso, el paisaje se distorsionaba un poco más. Dejó de ser una ciudad en ruinas y se transformó en una pradera extensa, bajo un cielo despejado, poblada por criaturas mágicas que parecían observarlos desde la distancia.
Jade, que había seguido fingiendo estar dormida, sintió algo. No necesitó abrir los ojos. Lo percibió en el aire. Se incorporó de inmediato y adoptó una postura defensiva.
—Hay hostilidad aquí —anunció, cambiando su atuendo a uno de combate con una nano rapidez impresionante.
—Es cierto, pero se mantienen alerta. No actuarán aún —dijo Sieg, lanzándole una mirada neutra que dejaba claro que sabía que estaba fingiendo su inconsciencia.
—Son cinco seres, pero su alma parece la de unos niños —dijo Roan, entrecerrando los ojos mientras se formaba unos binoculares con las manos.
Sieg le hizo una seña para que se quedara atrás. Luego avanzó, tranquilo, como si caminara hacia una encomienda divina.
—¿Cómo sabías todo eso? ¿Quiénes son ustedes? —preguntó Jade, que había intentado evaluar a ambos usando la característica del sistema. Pero lo único que obtuvo fue un pantallazo de error.
[Mensaje del sistema]
No posees los permisos para usar el sistema fuera de Vaalbara.
—Soy Roan Eitav, princesa del reino de Ea y heredera al trono. Si es que hay alguno al que volver —dijo, con una voz que mezclaba la seguridad de la nobleza con una melancolía antigua.
—Y él es Siegfried Moondragón, rey sacerdote de Onoem, el quinto continente de Laniakea. Si es que aún existe —agregó con ironía.
Jade se quedó en blanco por un segundo.
—Disculpa, dejé de escuchar en el “soy” —dijo sin filtro.
Roan sonrió con molestia.
—Roan y Sieg. Y tú eres la chica que cayó del cielo dando vueltas —soltó con una media sonrisa que apenas disfrazaba la burla.
Jade abrió los ojos de par en par. Recordó el momento en que cayó desde el portal de mazmorra, girando en espiral por un túnel de colores. Una mujer la miraba desde la ventana con cara de fastidio.
—No me jodas. ¿Dónde estoy?
Sieg se acercó, liberando poco a poco su aura divina. Pero los seres frente a él se inquietaron. Se alteraron. Él lo notó y retrocedió. Ya entendía.