Teorema del caos

El principio del odio

Si tuviera que elegir un momento exacto en el que mi vida académica empezó a torcerse, sería el lunes a las siete y cuarenta y cinco de la mañana, justo cuando el timbre del instituto sonó por primera vez ese año.
No por el sonido, ni por el cansancio de volver a clases, ni siquiera por la montaña de tareas que sabía que estaba a punto de aplastarme. No.
Fue por él.

Por Elio Rivera.

Pero retrocedamos unos minutos, para que entiendas lo que estaba en juego.

Último año de instituto.
El gran cierre. El momento de la gloria, de las becas, de los discursos de despedida, de las fotos con toga y sonrisa fingida. El año en el que supuestamente debía “disfrutar” mis últimos meses antes de convertirme en una adulta funcional.
Spoiler: no lo estaba disfrutando.

Yo, Lexa Díaz, tenía un plan perfectamente trazado.
Un plan que no incluía distracciones, dramas ni muchachos con sonrisas encantadoras y egos del tamaño del estadio del instituto.
Iba a concentrarme, mantener mi promedio, ganar la beca de matemáticas y desaparecer de este lugar con el orgullo intacto.

Y todo iba según lo planeado… hasta que él volvió.

Sí, volvió. Porque Elio no era nuevo.
Había estado en nuestra generación desde siempre, aunque el año anterior desapareció unos meses por “motivos familiares” que nadie se atrevió a preguntar. Y ahora, como si el universo necesitara recordarme que la paz es temporal, regresaba renovado, más alto, más seguro y, aparentemente, con una misión: arruinar mi último año de tranquilidad.

Lo supe en el momento en que cruzó la puerta del aula.

Llevaba el uniforme perfectamente desarreglado —camisa medio arremangada, corbata floja, ese aire de “me da igual pero sé que me ves”—. Su mochila colgaba de un hombro, y caminaba con esa confianza absurda de quien nunca se tropieza con nada, ni siquiera con sus propias palabras.

—¿Qué tal, Rivera? —saludó el profesor Martínez con una sonrisa.
—Aquí estamos, profe. Listo para otro año —respondió él, y lo peor es que sonó convincente.

Algunos chicos lo recibieron con palmadas en la espalda. Las chicas… bueno, más de una giró la cabeza como si el aire se hubiera vuelto más interesante de repente.

Yo me limité a mirar mi cuaderno, fingiendo que estaba completamente absorta en el dibujo de un triángulo isósceles.

—No me digas que ya te cayó mal —susurró Clara, mi mejor amiga, que había notado el leve tic en mi ceja.
—¿Quién?
—Por favor, Lexa. Elio. Elio Rivera.
—No me ha hecho nada.
—Todavía —dijo ella, con una sonrisa cargada de malicia.

No respondí. Pero dentro de mí, algo ya hervía.

Para entenderlo, hay que saber una cosa: yo no soporto a la gente que cree que lo sabe todo.
Y Elio era el rey de ellos.
Siempre tenía la respuesta correcta, el comentario ingenioso, la mirada segura.
No presumía abiertamente… lo hacía peor: fingía modestia.

—Fue suerte —decía, después de sacar el mejor resultado.
—No estudié tanto —aseguraba, mientras el profesor elogiaba su trabajo.

Mentira. Nadie tiene tanta “suerte” sin obsesionarse un poco.

Durante la primera semana, apenas intercambiamos palabras. Lo suficiente para entender que no nos íbamos a caer bien.
Pero el ambiente… cambió.
En cada clase, parecía haber una competencia silenciosa entre los dos.

Si yo levantaba la mano, él también.
Si yo terminaba una tarea, él la entregaba cinco segundos después.
Si yo resolvía un problema difícil, él lo hacía con una sonrisa relajada que me daban ganas de lanzarle el libro más cercano.

Clara lo notaba, por supuesto.
—¿Tú te das cuenta de que están en una especie de guerra no declarada? —me dijo un día mientras salíamos del laboratorio.
—No hay ninguna guerra.
—Claro, claro. Dos personas que se miran con odio y compiten hasta por quién respira primero… súper pacífico.

La verdad era que tenía razón.
Pero no iba a dársela.

La primera vez que hablé directamente con Elio fue un martes, en clase de Matemáticas.
Yo ya estaba teniendo un mal día: había dormido apenas tres horas, mi café se había derramado en el uniforme, y el aire acondicionado del aula parecía decidido a convertirnos en estatuas de hielo.
Y encima, tocaba ecuaciones cuadráticas.

La profesora Hernández —una mujer con la precisión emocional de un bisturí— escribió un problema en la pizarra y pidió voluntarios.
Yo levanté la mano sin pensar.
Necesitaba recuperar el control del día.

Caminé hasta la pizarra, tomé el marcador, y empecé a escribir. Los números fluían casi automáticamente; estaba en mi elemento. O al menos eso pensé, hasta que la profesora frunció el ceño.

—Bien, casi correcto —dijo ella—, pero…

Y desde el fondo del aula, llegó una voz tranquila, con ese tono que uno solo usa cuando está disfrutando la situación.

—Olvidó un signo.

Me congelé.
Giré la cabeza lentamente.
Ahí estaba él.

Elio, recostado en su asiento, sosteniendo el bolígrafo entre los dedos como si fuera un trofeo. Tenía esa media sonrisa que no llega a los ojos, pero igual consigue irritarte hasta el alma.

—¿Perdón? —pregunté, fingiendo cortesía.
—El signo —repitió él, como si fuera obvio—. Cambia todo el resultado.

El aula se llenó de murmullos.
La profesora revisó la pizarra, asintió y dijo:
—Tiene razón, Lexa. Es un pequeño error, pero importante.

Mi estómago se retorció.
“Pequeño error”.
La frase más humillante que puede escuchar una perfeccionista.

—Gracias por la observación, Rivera —dije, sonriendo con todos los dientes—. Seguro todos apreciamos tu inquebrantable espíritu de cooperación.
Él sonrió, encantado.
—De nada. Siempre me gusta ayudar.

Clara, desde su asiento, me miró como si estuviera viendo una bomba a punto de explotar.




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