Teorema del caos

Competencia no autorizada

Lunes.
Primer día de una semana que prometía ser una pesadilla.

La profesora de literatura decidió comenzar la clase con una frase motivacional:
—Recuerden, chicos, el conocimiento no se trata de competir, sino de crecer juntos.

Mi mirada se cruzó con la de Elio, que me sostuvo la vista con la misma expresión que uno tiene cuando escucha un chiste particularmente malo.
“Claro”, murmuré, lo suficientemente bajo como para que solo él me escuchara. “Porque tú nunca has competido, ¿verdad?”
Él arqueó una ceja, y esa media sonrisa asomó, insolente.
—Yo no compito, Lexa. Solo gano.

Ahí estaba. El descaro en persona.
Me di la vuelta antes de decir algo que me hiciera perder puntos de madurez emocional (si es que me quedaban).

El resto del día fue una colección de microataques pasivo-agresivos.
Él levantando la mano justo antes que yo.
Él corrigiendo una respuesta del profesor con una elegancia irritante.
Él soltando un “interesante punto, Lexa, aunque podrías desarrollar más tu argumento”.
Él, él, él.
Como si mi semana necesitara un villano recurrente.

Martes.
Sofía y Nico —mis dos amigos más cercanos y los únicos que aún no habían caído bajo el hechizo del “Equipo Elio”— me esperaban en la cafetería.
—Ya empezaron las apuestas —anunció Sofía, mientras revolvía su café con la cuchara como si fuera un oráculo.
—¿Apuestas de qué? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—De quién va a romper primero. Tú o él. —Nico sonrió con malicia—. Dicen que quien saque menos puntos en el próximo examen tiene que invitar al otro al festival del viernes.
—¿Y quién demonios dijo eso?
—Elio.
Por supuesto.

Rodé los ojos y tomé un sorbo de mi batido, intentando no imaginarme golpeando a alguien con el vaso.
—No voy a jugar a sus juegos —mentí con toda la autoridad de alguien que ya estaba pensando en cómo ganarle por aplastante diferencia.

Sofía me miró con esa mezcla de ternura y sarcasmo que solo los amigos de verdad dominan.
—Claro, no vas a jugar —dijo, sonriendo—, solo vas a quedarte despierta hasta las tres estudiando para el examen del jueves, por pura coincidencia.
—Exacto —respondí con la cara más seria que pude.

Miércoles.
El aire del aula de ciencias olía a café, marcador y desesperación adolescente.
Era día de exposición, y por alguna alineación cósmica que claramente me odiaba, a Elio y a mí nos tocaba exponer el mismo tema.
Distintos grupos, mismo contenido: “Energía, entropía y el orden del caos”.

No podría haber sido más irónico.

Mientras él pasaba las diapositivas con una calma envidiable, hablaba con esa voz grave, controlada, casi hipnótica.
La gente lo escuchaba. No solo por lo que decía, sino por cómo lo decía.
Era de esos que podían recitar una lista del supermercado y aún así sonar interesantes.

Y yo lo odiaba por eso.
Por esa facilidad.
Por esa naturalidad con la que parecía dominar todo.

Cuando me tocó a mí, me prometí no mirarlo.
Y lo cumplí... por unos gloriosos treinta segundos.
Hasta que noté su mirada fija, evaluándome.
Elio no miraba como los demás. Él analizaba.
Medía cada pausa, cada palabra, como si estuviera calculando si valía la pena sonreír o no.

Terminada la exposición, el profesor asintió con aprobación.
—Excelente trabajo, Lexa. Muy bien estructurado. Aunque… —miró mis notas—, me parece que omitiste un detalle sobre la relación entre el desorden y la energía interna.
Y antes de que pudiera responder, Elio habló.
—Es fácil de confundir —dijo, con su tono diplomático—. Ella tiene razón en parte, solo le faltó mencionar el principio complementario.
“Ella”.
Ni siquiera mi nombre. Solo “ella”.
Y aun así, su voz sonaba casi amable.
Casi.

Lo miré.
Esa sonrisa suya seguía ahí, perfecta, insoportable.
Y fue en ese momento que decidí que, si el universo quería guerra, yo estaba más que lista.

Jueves.
El día del examen.
O como yo lo llamo: la versión escolar del Apocalipsis.

Llegué temprano, con tres lápices afilados, un borrador nuevo y la determinación de una gladiadora antes del combate.
Elio ya estaba allí, por supuesto, con su mochila perfectamente colocada y un café en la mano.
—Te ves nerviosa —comentó al verme entrar.
—Te ves demasiado confiado —le devolví.
—No es confianza, Lexa. Es experiencia.
—¿De ganar o de subestimar?
Sonrió, tomó un sorbo de café, y no respondió.

El examen fue largo, denso y diseñado para romper almas.
Mientras escribía, sentí su mirada un par de veces, como si intentara leer mis respuestas desde su pupitre.
A mitad de la prueba, uno de mis lápices se partió.
Él me pasó el suyo, sin decir palabra.
Solo un gesto, rápido, casi mecánico.
Y por un segundo, me desconcertó.
No sabía si agradecerle o lanzarle el borrador.

Al final, salimos casi al mismo tiempo.
Sofía y Nico me esperaban afuera.
—¿Cómo te fue? —preguntó Sofía.
—Bien. Creo. —miré a Elio, que estaba a unos metros, hablando con el profesor—. Aunque seguro él ya entregó una obra maestra.
Nico rió.
—¿Y si empatan?
—Entonces el universo colapsa —respondí, sin pensarlo.

Viernes.
Los resultados.
Mi estómago llevaba dos horas haciendo ruido, y no por hambre.

El profesor dejó las hojas boca abajo en el escritorio.
—Fue un examen difícil —empezó—. Pero me alegra ver que dos de ustedes destacaron por encima del resto.

Por supuesto.
Sabía exactamente quiénes.

El corazón me golpeó el pecho cuando mencionó mi nombre.
Y el de Elio.
Otra vez.
Empate.
Un maldito empate.

Él se giró hacia mí, con esa mirada entre desafiante y divertida.
—Parece que el universo no colapsó —dijo en voz baja.
—Todavía —repliqué.




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