El reloj marcaba las 8:45 a.m., y el piso 30 del Corporativo Bacan Company, sede del todopoderoso CEO Alejandro Manrique, estaba en plena efervescencia. La calma metódica que caracterizaba a una empresa tecnológica de élite era, como siempre, pulverizada por la entrada dramática de la secretaria ejecutiva: Lisbeth.
—¡Maldito tráfico de Quito!—vociferó Lisbeth, su voz resonando en el mármol pulido. Llevaba su termo de café de dudosa calidad, su cartera balanceándose peligrosamente, y trataba de equilibrar una caja de donas de canela. Sus tacones marcaban un ritmo frenético, un contraste total con el ritmo de vida que llevaba su mejor amiga, Adelina, quien ya estaba en su escritorio, mirando la escena con la paciencia de un monje zen.
—Lis, son las ocho y cuarenta y cinco. El Jefe tiene la reunión con los inversionistas en quince minutos y te está buscando —murmuró Adelina, sin levantar la vista de sus meticulosas hojas de cálculo.
Lisbeth, delgada pero con curvas latinas inconfundibles y unos ojos color miel que eran el único atisbo de dulzura en su carácter de huracán categoría cinco, suspiró teatralmente.
—Mi querida Adelina, te juro que al tipo del taxi le faltaba solo poner un letrero de “Lento y Furioso”. ¡Casi le explico a gritos que el tiempo es dinero, algo que él, como taxista, debería entender mejor que un economista desempleado!
Justo en ese momento, la puerta de caoba de la oficina principal se abrió. De ella salió Alejandro Manrique, un hombre alto, corpulento, impecablemente vestido y con un aura de seriedad que hacía temblar a los servidores de la compañía. Sus ojos grises, normalmente fríos y calculadores, estaban ardiendo.
—Lisbeth, a mi oficina ahora —la voz de Alejandro era grave, el presagio de una tormenta.
Lisbeth se dirigió hacia él, pensando que al menos el café aún estaba caliente. Llevaba consigo un archivo urgente con las proyecciones financieras para la reunión, el cual Adelina le había dejado encima de su escritorio.
Mientras cruzaba el umbral de la oficina, tropezó con la esquina de la alfombra persa que Alejandro había insistido en mantener. El resultado fue espectacular: el termo voló en una parábola perfecta, aterrizando directamente sobre el archivo urgente, empapándolo de café oscuro y caliente.
Alejandro, por primera vez en sus tres años de convivir con Lisbeth, se quedó sin habla, con las cejas pobladas alzadas hasta el cielo.
—¡Oh, que bestia! El plan de negocios ahora tiene un toque... mocha. Es una innovación, Jefe, ¿quién necesita carpetas aburridas?—dijo Lisbeth, intentando limpiar el desastre con una servilleta de dona, empeorando la mancha y dejando un rastro de azúcar glass.
—¡Lisbeth! ¡Ese es el informe que debo presentar en diez minutos! ¡Está destruido! ¿Puedes ser, por una sola vez en tu vida, profesional?—Alejandro golpeó el escritorio con la palma, un gesto raramente visto, que demostraba lo cerca que estaba del colapso.
—A ver, a ver, bájele dos, Jefe. La mancha es superficial. Yo lo transcribí anoche. Y hablando de profesionalismo, ¿sabe qué es realmente poco profesional, Ingeniero Manrique? Tener a una economista de una universidad de prestigio, ¡la mejor de la promoción, con beca y todo!, haciendo el trabajo de secretaria, recepcionista y hasta de terapeuta emocional de medio tiempo, por un sueldo que apenas me alcanza para las donas y el café que acabo de desperdiciar.
El silencio fue sepulcral. Lisbeth había cruzado una línea, pero su ingenio (y la verdad a medias) la protegía.
—¡Está despedida! —rugió Alejandro, señalando la puerta.
—¡Lo ha intentado cien veces, Jefe! Y siempre me vuelve a contratar, ¿sabe por qué? Porque no encuentra a nadie que le soporte sus aires de ogro y a la vez, ¡le recuerde que la presentación es en el décimo piso, no el décimo primero! Además, ¡yo soy la única que le recuerda que tiene que comer! ¡Nadie más se atreve a dejarle el sándwich en la puerta, porque le tiene miedo!
La puerta de la oficina se abrió con discreción y Adelina Sifuentes asomó la cabeza. Adelina, delgada, sin curvas pero con una personalidad dulce y centrada, era la voz de la sensatez que Bacan Company necesitaba.
—Alejandro, el señor Torres del departamento de TI está escaneando las copias de seguridad del informe. Estarán listas en siete minutos. Y Lisbeth, yo puedo reponer la hoja de resumen que se manchó con el café de tres dólares, que usted compró por no usar el que da la empresa. —Adelina miró a Lisbeth con reproche.
Alejandro se frotó las sienes. La frustración y el alivio se mezclaban en su rostro. Miró a Lisbeth, que estaba limpiándose las manos de azúcar glass.
—Vuelva a su escritorio. Y no quiero escuchar su voz hasta que sea estrictamente necesario. Y por el amor de Dios, use el café de la cocina.
—Entendido, Jefe. Pero una cosa más, —Lisbeth se acercó a la puerta, su sonrisa brillando— ¿Quiere que le ponga un parche curita a la alfombra? Se ve muy afectada por su golpe.
Alejandro solo atinó a cerrar la puerta con un golpe seco.
Mientras Lisbeth se sentaba, Grace Cáceres, la secretaria de Recursos Humanos y el epicentro de todos los chismes, ya se había acercado a Adelina.