Ellie se tambaleó hacia la entrada de la antigua casa. No sabía cómo había llegado, solo que se había montado en un auto ajeno, manejado en automático unas horas y llegar al pueblo en la madrugada.
El frío nocturno mordía su piel, pero la sensación de humedad y pegajosidad en sus dedos le quemaba como ácido. Empujó la puerta, que cedió con un crujido espeluznante, y la oscuridad la recibió.
Era la casa donde había vivido con Ethan.
Se había mudado luego del incidente y no había vuelto desde entonces. Venir le traía momentos dolorosos. Ahora, sin embargo, encontrarse aquí era aterradoramente reconfortante.
Ellie avanzó con pasos cautelosos. Sus piernas estaban débiles, apenas sosteniéndola mientras se adentraba en el vestíbulo.
Pero entonces, el silencio sepulcral de la casa se rompió. Un teléfono sonó de repente, perforando la oscuridad con un timbre agudo y persistente.
Ellie dio un respingo, el sonido era tan fuera de lugar.
Tan fuera de lugar porque no debería haber electricidad en esa casa. No había pagado el recibo hace años.
Su mirada se dirigió al aparato en el centro de la mesa: un viejo teléfono de disco que nunca debió haber sonado, no en una casa que llevaba tanto tiempo vacía.
Un teléfono idéntico al de su apartamento.
El miedo la paralizó por un instante. El teléfono seguía sonando, su tono reverberando en las paredes desnudas.
Impulsada por una mezcla de desesperación y una necesidad de enfrentarse a la verdad, Ellie se acercó, su mano extendiéndose lentamente hacia el auricular.
Lo levantó con dedos temblorosos, y la voz que escuchó del otro lado hizo que la sangre se le congelara en las venas.
—Cariño, por fin llegaste —dijo Ethan, con una suavidad que le heló el alma—. Estaba tan preocupado por ti.
El terror de Ellie se transformó en ira, y sus labios se movieron para pronunciar su nombre, pero el miedo la mantenía muda hasta que pudo recobrar el habla.
—Ethan… —consiguió susurrar, su voz apenas un hilo quebradizo—. ¿Qué querías de mí?
El sonido de su risa resonó en la línea, una risa que alguna vez fue un bálsamo, pero ahora sonaba como burlas de lo que había hecho.
“Tú lo hiciste, ¿recuerdas”, pensó mientras se miraba las manos.
—¿No lo ves, Ellie? —La voz de Ethan era suave—. Te he estado cuidando, protegiendo. Dylan no era el hombre que creías. Él no te merecía.
—Sí, él era un monstruo, como me lo dijiste. Encontré las pruebas... —susurró —Sí, las fotos —repitió.
Con una necesidad urgente de resarcir su consciencia, de haber hecho lo correcto, corrió hacia su bolso. Sacó las fotos que había encontrado y guardaba como prueba.
La pila de imágenes temblaba en su mano. Pero lo que vio a la luz de la luna que se filtraba por las cortinas rotas la dejó sin aliento.
No eran fotos de ella desnuda ni de las fotos , como había creído en su espiral de paranoia. Eran recuerdos de momentos felices, capturas de días en los que la risa y el amor llenaban su vida.
Ella y Dylan, abrazados en un parque, en la playa, frente a la casa de sus sueños. Fotos que hablaban de un amor que ahora yacía roto y ensangrentado en el suelo de su memoria.
—¿Dónde están las pruebas? ¡Estas no son las pruebas!
Un sollozo amargo se abrió paso por su garganta.
—Esas son las fotos correctas, ¿no ves lo macabro en sus intenciones hacia ti? Te estaba alejando de mí.
Mentiras, mentiras.
La rabia burbujeó bajo el miedo y la indignación. Todo había sido una mentira. Había sido manipulada, llevada al borde de la locura por alguien que ya no debería existir.
—Me usaste… —murmuró ella, las lágrimas brotando sin control—. ¡Hiciste que lo matara!
—Esa es una excelente noticia, cariño, nunca lo dudé de ti — la alabó con sinceridad — . Hiciste lo que tenías que hacer por nuestro amor—susurró, la voz volviéndose un murmullo que parecía surgir de todas partes—. Ahora somos libres, Ellie. Finalmente, podemos estar juntos.
El teléfono cayó de su mano, golpeando el suelo con un estruendo que resonó en el vacío. Ellie retrocedió, las paredes de la casa pareciendo cerrarse a su alrededor. Las fotos cayeron de sus manos, esparciéndose como hojas muertas a sus pies.
El viento sopló a través de las ventanas rotas, arrastrando consigo un susurro que repetía su nombre.
“Ellie, ven”.
“Ven conmigo”.
“Quédate siempre conmigo”.
Ellie sintió que el pánico la estrangulaba, la casa parecía latir con una vida propia, llena de sombras que se movían justo fuera de su vista.
Debía salir de allí, debía huir antes de que Ethan reclamara todo lo que quedaba de ella. Pero mientras daba la vuelta, algo en la sala pareció moverse. Un destello de algo familiar, una figura que nunca debió estar allí.
Ethan estaba de pie en el umbral, o más bien, una sombra ininteligible. Tenía el rostro borroso, como un recuerdo medio olvidado, pero sus intenciones eran claras: acercarse a ella.
El grito que Ellie intentó liberar murió en su garganta. Retrocedió. El terror la consumía, pero debía encontrar la fuerza para escapar.
Pero, ¿a dónde iría? ¿A la policía? ¿Dónde Dylan?
Desvaída, se agachó en la sala, abrazándose a sí misma.
—Ven aquí, Ellie —dijo, extendiendo una mano hacia ella—. No luches más. Ya no tienes a dónde ir. A quién ir.
Ella se dejó envolver por la sombra, quieta, como una muñeca inerte.
—Estaremos juntos, Ellie. En la vida y en la muerte. Como prometimos.