Aquí hay protección —decía la voz en la radio—. Tenemos comida, agua, seguridad, trabajos, estabilidad. En Valle Esperanza, está todo lo que un superviviente desearía tener.
—¿Y bien? —Le dijo Joshua mientras lo tomaba del hombro. Estaban sentados en el sofá de la casa rodante.
—Pues… —Miró a su madre, estaba acostada entre un montón de cobijas, enferma, y con ataques repentinos de pánico gracias a su Alzheimer —. Nos estamos quedando sin opciones.
—Y no está tan lejos, es por las afueras de San Diego, en California —dijo Diana, quien estaba sentada en la litera de arriba. Era una chica de piel clara, casi transparente, podías verle algunas venas en la cabeza fácilmente, tenía cabello castaño claro y ojos verdes muy hermosos entre un rostro lleno de pecas muy discretas y una nariz de gancho.
—Estamos a un día al paso que vamos, tenemos hasta el tope de surtido el remolque, amigo. —Jack también entró a la conversación—. La tienda era una pinche mina de oro, tenía muchas cosas, podemos sobrevivir un mes sin detenernos por más recursos, nos aceptarán en corto al ver todo lo que llevamos.
—¿Alguna noticia militar? —Sammuel no estaba convencido, él había visto lo que un humano le puede hacer a otro.
—Nada, hace años que no entran a nuestra onda.
—¿Y si es una trampa?
—Mierda, hermano, no puedes vivir siempre con el miedo a morir porque entonces no estás viviendo, ya estás muerto.
—Respiro, como y cago, pendejo, eso para mí es estar vivo.
—¿Y para qué? ¿Cuál es el propósito?
—Venga ya —interrumpió Joshua—. Déjense de tantas mierdas. Sam, estamos recibiendo está señal desde hace casi una semana, es la primera que recibimos desde hace como tres años, mierda, ten un poco de fe, ya la hemos ignorado mucho.
—Está bien, iremos.
Todos en la casa caravana festejaron. Se había ganado el respeto de ellos, y seguían sus decisiones como si fueran la ley.
—¿Entro? —Preguntó Joshua muy ansioso.
Sammuel asintió.
—Aquí Joshua Carter, me reciben.
Hubo un gran silencio, la tensión se palpaba.
—Henry, de Valle Esperanza al habla.
Dejaron ver su emoción entre brincos de felicidad y agradecimientos al cielo.
—Hemos recibido su mensaje, somos un grupo de cinco personas, tres hombres y dos mujeres, tenemos una casa rodante llena hasta el tope de suministros, nos encantaría llegar a su refugio.
—¡Pero que agradables noticias! Por supuesto que pueden venir, estaremos encantados de recibirlos. Estamos al este de San Diego, siguiendo la carretera Kumeyaay, un par de kilómetros al salir del pequeño pueblo de Alpine, tenemos letreros señalando el camino, será fácil llegar. El código de los letreros es “Esperanza”.
—Llegaremos a más tardar en veinticuatro horas.
—Los estaremos esperando, señor Joshua.
—Nos vemos.
—Nos vemos pronto.
Una vez apagó el radio todos se levantaron de un salto y se abrazaron entre ellos.
«Esta puede ser la mejor decisión que he tomado, o la peor…», pensó Sammuel mientras se acercaba y arropaba a su madre, quien ni si quiera por los ruidos se despertó del sueño profundo en el que estaba.
Olía a enfermedad, vejez y muerte.