Territorios Z: Apocalíptico ll

15-Diana, Parte I; Sammuel.

—Es aquí —anunció Sammuel a todos los integrantes de su grupo, quienes se acercaron corriendo hacia la parte frontal de la casa rodante para ver a través del parabrisas. 

Frente a ellos se alzaba una muralla metálica que rodeaba un gran arco artesanal donde estaba la inscripción: “Bienvenidos a Valle Esperanza” 

—Debo admitir que se ve mucho mejor de lo que pensé —dijo Sammuel mientras se estacionaba frente a la gran puerta.  

—¡Alto ahí! ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que quieren y de dónde vienen? —interrogó una voz producida por un megáfono.  

—¡Hola! —gritó Sammuel. Salió del vehículo con gran lentitud y precaución—. ¡Hace un día hablamos con ustedes por la radio! ¡Nos dijeron que podíamos venir a obtener refugio aquí! 

—¿Son el grupo de Mía Wheland? —preguntó la voz, esta vez sin tanta agresividad. 

—No, el de Joshua Carter. No sé si nos recuerde... 

—Ah, ya, por supuesto. Aquí los tengo anotados. —El tipo que hablaba ahora parecía incluso hasta agradable—. Estacionen la casa rodante en la marca amarilla por favor. 

Frente a ellos, a su izquierda, había un cuadro marcado con cinta amarilla en medio de lo que parecían paredes de concreto repletas de ventanas. Iba a ser difícil estacionarlo en el punto exacto, pues podría chocar con cada uno de los muros. 

—Tú eres mejor conduciendo —le dijo Joshua a Sam, alentándolo a hacer el trabajo. 

—No es necesario que quede exactamente en medio —anunció la voz en el megáfono—. Tan sólo que quede en posición para que podamos ver a través de las ventanas el interior del vehículo. 

—Bien. —Sammuel subió al auto y se encargó de estacionar la casa rodante lo mejor que pudo.  

Aun no bajaba del carro cuando todas las ventanas metálicas de las paredes se abrieron a la misma vez, dejando ver unos grandes barrotes en el interior y, tras ellos, a varios tipos con cascos. 

—Abran todas las puertas, por favor. —Habló uno de ellos. 

Al principio dudaron, pero tras unas palabras de Sammuel, sus compañeros asintieron e hicieron lo que se les ordenó. Todo el interior de la caravana quedó al descubierto. 

—¿Quién es esa persona que está acostada en el interior? 

—Es mi madre, está enferma, muy débil, no puede sostenerse en pie mucho tiempo —contestó Sammuel. 

—Entrará un compañero para inspeccionarla por el interior. Ya hemos corroborado desde aquí que no esconden a más personas en el interior. —Esta vez habló otro hombre, tenía una voz un poco chillona. 

—Bien. 

De un muro se deslizó una escalera por la que empezó a descender un tipo. Sólo bastaron tres peldaños para que después bajara por completo con un salto. Tenía un traje completo; casco, chaleco, rodilleras y coderas, así como también una pistola que no les dejaba de apuntar en ningún momento.  

—Atrás —dijo el tipo. 

Se acercó a la caravana y entró en ella de un salto, siempre al pendiente de cualquier movimiento. Examinó cada rincón y debajo de todo mueble que podía.  

Un grito aterrador lo hizo saltar hasta casi caerse de espaldas, dejó claro que no eran gente malvada ni con experiencia, tan sólo eran organizados. 

—¡¿Quién es usted?! —exclamó la madre de Sammuel. 

—¡Mamá! Tranquila, es un hombre del refugio —le dijo Sam en cuanto llegó a su lado.  

—¿Ya llegamos al refugio? —preguntó confundida. 

—Así es madre, están examinando el carro para dejarnos pasar. 

—¿Cuántos son en total? —habló el sujeto que estaba adentro de la camioneta. 

—Cinco —dijo Joshua, adelantándose a las palabras de su hermano. 

—Bien. Parece que todo en orden. Nosotros nos quedaremos con todo eso y con todo esto de aquí —dijo el hombre apuntando a los almacenes de comida y de agua. 

—Está bien. —Joshua movió la cabeza de arriba abajo con un gesto que pareció infantil. 

—Pueden entrar —dijo el megáfono finalmente—. Bienvenidos. 

Sammuel pudo ver la cara de alivio que todos pusieron, no se esmeraron en ocultarla ni un poco. A final de cuentas él también se sentía aliviado; su madre por fin tenía un lugar donde poder descansar. Después de tanto tiempo iban a estar a salvo. 

—¡Bien! —exclamó Jack. Dio un par de aplausos y se giró a su amigo para darle un fuerte abrazo.  

—Lo hicimos, chicos. —Diana también se acercó a todos para abrazarlos en medio de una gran sonrisa. Quizá era la que más contenta se encontraba de todos, quizá era ella la más feliz del lugar. 

 

El encuentro con Diana sucedió tan solo dos años atrás, después de las explosiones nucleares. Fue una noche del mes de noviembre. La lluvia estaba azotando Luisiana desde hacía varios días y Sammuel y su familia estaban yendo tan al sur como podían. Creían con toda su fe en que el gobierno volvería a lanzar más ataques atómicos y lo único que querían eran estar tan lejos de las ciudades grandes como podían.  

Aún recordaba los sonidos de las bombas impactar a lo lejos. No quería imaginarse lo que pudieron haber sentido las personas que estaban cerca del lugar de choque, los pensamientos que pasaron por sus mentes mientras veían caer el proyectil, mientras veían la gran nube de fuego y escombros acercarse a ellos... 

Desde los impactos de las bombas no había parado de llover, por esa misma razón, además, querían alejarse de las zonas de impacto, por el miedo de ser accidentalmente bañados por la lluvia radioactiva.  

—Lo vi en la tele, wey, si llueve cerca de algún lugar radioactivo te puedes enfermar de radiación —dijo Jack cuando las grandes nubes oscuras se posaron sobre la ciudad en la que estaban tras los ataques.  

—No estoy muy seguro de que eso sea verdad —añadió Joshua con cara de confusión—. Pero en todo caso lo mejor es alejarnos cuanto podamos de donde cayeron las bombas.  

Y así hicieron, aunque poco sabían de radiación y de bombas nucleares, lo que tenían claro es que mientras más lejos, mejor.  




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