Territorios Z: Apocalíptico ll

16-Aeropuerto; Michael.

El aire golpeándole la cara lo adormecía como a un niño pequeño una mecedora. Se sentía en paz de pies a cabeza, tal vez se había logrado ya acostumbrar a la vida que llevaba. Eso le aterraba de una manera que sólo él podía comprender, no quería que le fuera a parecer normal vivir así su día a día. Tal vez la paz que tenía era más por saber que su familia estaba a salvo, al final y al cabo eso era para lo que había entrenado tanto tiempo; para mantener a salvo a la gente que amaba, a su país.

—¿Está bien, jefe? —le preguntó Martin, haciéndolo volver en sí.

—Sí —respondió sin pensarlo—. Es decir, sí, estoy muy bien de hecho.

—Lo noto cansado, sargento —dijo William. Lo miraba de arriba abajo con detenimiento.

—Todos estamos cansados —dijo Jameson, defendiendo a su colega.

—Nadie entrenamos para todo esto —añadió Michael, mirando a todos con ojos de compasión—. Desde hace unos años tan sólo estamos sobreviviendo, esto ya no es vida.

Todo el grupo bajó la mirada con tristeza, era verdad. No se podía llamar vida a algo así.

—¿Cuánto falta? —preguntó Jameson. Movía el pie de arriba abajo, la ansiedad los había consumido en su totalidad. Ya nadie estaba sano de la mente para ese entonces.

—A menos de diez minutos para llegar al aeropuerto.

—¿Y eso? —dijo Martin, quien estaba asomado hacia el exterior.

Todos asomaron la cabeza y miraron lo que ocurría; bajo ellos, en la avenida principal, un camión blindado avanzaba por la misma dirección que ellos.

—¿El ejército? —cuestionó William.

—No lo creo, nos hubieran avisado, además no es un camión militar. —Jameson tenía medio cuerpo en el exterior.

—¿Podemos comunicarnos con ellos? —Michael, quien no le daba tantas vueltas al asunto, creía que sólo eran un par de locos.

—Imposible, todo Boston está incomunicado gracias a la explosión nuclear, no hay ningún tipo de comunicación en cientos de kilómetros a la redonda, jodieron todo.

—No tiene caso, sólo es gente intentando sobrevivir. —William se volvió a recargar en su asiento.

—¿Bajamos? —Martin no apartaba la vista. Era extraño ver un vehículo deambular por ahí como si nada.

—¿Estás imbécil? —arremetió Jameson—. Si tienen ese blindado, tendrán armas. No nos podemos arriesgar.

—Tiene razón, mejor hay que tomar otra ruta, me pone nervioso tenerlos debajo —ordenó Michael al piloto.

—Entendido.

El helicóptero hizo una inclinación hacia la derecha y tomó rumbo directo al aeropuerto. No tenían tiempo para esas cosas.

Pasados unos minutos, frente a ellos, ya se podían divisar las pistas de aterrizaje, así como varios aviones destruidos aquí y allá, algunos consumidos por la madre naturaleza y otros cuantos estrellados encima de las estructuras y edificaciones.

—¿Quién se quiere llevar uno a casa? —preguntó Martin, asombrado de ver un panorama tan espectacular y triste.

—Tonterías —espetó Jameson, quien tenía la misma cara.

—¿Dónde descenderemos? —Michael empezaba a preparar su arma.

—En cualquier momento debería aparecer una señal por aquí, recordemos que Whitewood decidió enviar al equipo Bravo a despejar y acomodar todo para nuestra llegada. Deberían tener ya el avión y el combustible listo…

—Ahí —dijo William mientras apuntaba con el dedo.

Por su costado derecho apareció comenzaba a ascender el humo de una bengala verde.

—Prepárense, señoritas. —Jameson se puso de pie y se acercó a la horilla. Notó varias siluetas corriendo de un lugar a otro alrededor de la señal.

El helicóptero se encaminó al lugar, y en menos de un par de minutos estaban ya descendiendo. Desde el cielo se lograba ver el jet que usarían para viajar.

—¿Y esa hermosura? —preguntó Martin, mirando con asombro.

—El gobierno todavía tiene un par de juguetes guardados para estos casos de emergencia.

—¿A qué cantante famoso se lo robaron?

—Pendejo.

Al bajar, saludaron a sus compañeros estrechando su mano. Se les veía desgastados, heridos. El que se acercó primero fumaba un cigarrillo.

—Sargento Michael, qué gusto conocerlo en persona —dijo mientras exhalaba humo.

—Debe ser el primer oficial, señor Pérez. El gusto es mío.

—A España, ¿eh?

—Eso nos han dicho.

—Espero que puedan encontrar lo que buscan. Hemos perdido mucha gente para tomar este aeropuerto. —Lanzó la colilla del cigarro al piso e inmediatamente sacó otro.

—Lamento escuchar eso, le aseguro que, si nos lo hubieran ordenado, hubiésemos venido con ustedes para limpiarlo.

—¿Le ha disparado en la frente a algún amigo suyo, sargento?

A Michael le temblaron las piernas.

—No.

Pérez apuntó con su dedo a una pira de cuerpos cubiertos por una lona, el viento la levantaba lo suficiente como para ver los cuerpos desnudos de los militares asesinados.




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