Territorios Z: Apocalíptico ll

19-Infección; Damián.

El golpe en su rostro lo tumbó al suelo de manera estrepitosa. Sintió que la cabeza le retumbaba, y que el cuerpo se le adormecía. Jamás había luchado antes en su vida, ni siquiera cuando era un niño en la escuela. La fuerza de su contrincante era inigualable, parecía como si tres hombres lo estuvieran apaleando, cuando en realidad sólo era uno… o bueno, de hecho, no se trataba si quiera de un hombre, sino de un zombi.

La criatura se abalanzó sobre Damián de nuevo, lanzándole mordidas al aire, intentando tomar un pedazo de su carne. Damián sólo pudo reaccionar levantando sus piernas y empujando al zombi en cuanto éste se acercó a él en grandes zancadas, lanzándolo a su costado y ocasionando que cayera por las escaleras.

Se encontraban en su departamento, al menos en lo que quedaba de él. Vivía en un pequeño pueblo a las afueras de la ciudad de Atlanta, en el mismo que nació y se crio, y en donde la población nunca superó los mil habitantes, parecía más un rancho en realidad. Ni las hordas de zombis ni las bombas nucleares alcanzaron jamás ese lugar… Pero, a pesar de eso, ya era el único habitante. Todos se fueron, algunos con intención de volver, aunque nunca lo hicieron.

—Volveré con más semillas para plantar —dijo su hermano el último día que lo vio mientras partía rumbo a la ciudad, hacía sólo dos amaneceres.

Ahora vivía solo y él se encargaba de los sembradíos y de la crianza de sus animales. Una tarea pesada, pero más eran sus ganas de sobrevivir. Desde niño tenía un miedo irracional a la muerte; tal vez por la incertidumbre de no saber qué había al otro lado, tal vez por lo hermoso que le parecía vivir… o quizá solamente porque era un cobarde nato. Por las mismas razones que jamás peleó, que nunca entraba a ningún conflicto.

—Debiste ayudarme —le había reclamado su mejor amigo en cierta ocasión en que varios sujetos lo habían arrinconado para darle una paliza—. No huir como una gallina mientras me intentaban a matar a base de golpes.

Damián sólo se quedó callado y bajó la mirada. Era tan cobarde que ni siquiera quería discutir con su amigo.

Volvió a la realidad cuando escuchó al zombi correr escaleras arriba, de nuevo en su dirección. No se había dado cuenta de que ya se había orinado encima. Se acercó a dos pasos a la puerta y la cerró de un portazo, tan fuerte que la misma chapa se rompió y salió volando. La suerte que tenía.

—¡Puta madre! —chilló.

Recargó todo su cuerpo para impedir que la criatura entrara, pero de poco sirvió. Tras dos empujones salió disparado hacia la mesa del comedor, causando que se destruyera y a su lado cayeran cubiertos y platos que antes yacían sobre ella. El zombi se levantó dando tumbos y saltó en su dirección. Damián reaccionó de manera instintiva y tomó uno de los cuchillos que cayeron junto a él y lo sujetó entre sí y la criatura.

Sintió la humedad de la sangre negra del monstruo recorrer sus manos después de haberle encajado el arma en el abdomen, y tras un chillido de furia, el zombi hincó sus dientes en el bíceps de Damián.

El dolor lo atravesó como decenas de agujas entrando en su piel, ocasionando que soltara un grito más parecido a un alarido. La adrenalina se le subió a la cabeza y con una fuerza similar a la se un animal se quitó a la criatura de encima para después atravesar su cráneo una y otra vez con el cuchillo.

Cayó rendido recargándose en los cajones de la alacena.

«Me voy a convertir en una de esas cosas», pensó mientras chillaba como un niño pequeño. No quería morir.

Sintió como si un río de lava recorriera las venas de su brazo y se expandiera por todo su cuerpo, sobre todo en su cabeza. Un hormigueo le embargó toda su piel, toda su sangre; sentía comezón, fuego, ganas de arrancarse la piel y sacarse las venas para enjuagarlas con agua y jabón. Era como si cientos de insectos corrieran de un lado a otro por dentro suyo. El dolor era tal que se orinó y defecó encima. Tenía ganas de vomitar, tenía sed, tenía hambre, pero a la vez estaba paralizado. No hacía más que retorcerse en el piso, en el lugar que se quedó sentado. Comenzó a tener alucinaciones; vio al zombi levantarse de su charco de sangre y elevarse al techo, como una entidad divina. Las paredes a su alrededor se hicieron tan pequeñas que se comenzó a asfixiar sólo para después hacerse tan grandes que creyó ser una pequeña hormiga. Sintió arena en sus pies, agua, vio el anochecer y amanecer frente a él, con la luna y el sol ocultándose y saliendo tan rápido como si el día durara sólo un par de segundos.

»Sentía que un millón de manos presionaban su cabeza, querían que le explotara, lo iban a lograr. Los dedos de sus manos y pies se engarrotaron de la misma manera que una bolsa de plástico se arruga al ser prendida fuego. El dolor lo iba a matar.

—¿Cómo te sientes? —escuchó la voz de sus padres frente a él. Tras un parpadeo los vio parados a su lado. Eso era imposible. Habían muerto hace cinco años, en el día z, él mismo los había enterrado.

—No sé cómo me siento —decía, pero las palabras no salían de su boca. No sentía sus dientes ni su lengua. «¿Me la he arrancado?», pasó fugazmente por su cabeza.

Sentía que la sangre dentro de su cuerpo hervía, sentía que en cualquier momento iba a comenzar a derretirse como un muñeco de cera. No tardó más de dos minutos en comenzar a convulsionarse; golpeó una y otra vez su cabeza en la pequeña puerta detrás suya. Sus pies patalearon como si se estuviera intentando zafar de alguien. Los sonidos que su boca expulsaba se asimilaban a los de alguien a quien le tapaban la boca e intentaba gritar. Su garganta se cerró y empezó a asfixiarse, el aire no le llegaba a los pulmones. Por su cabeza pasaron miles de cosas, tantas que no podía concentrarse en ninguna.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.