Diana sonreía.
Dejaba ver su reluciente dentadura por debajo de las pecas que habían llovido entre su rostro y sus ojos verdes. La veía platicar y reír con las demás mujeres y niñas que habitaban Valle Esperanza mientras pizcaban trigo y frijoles. Jack, por su parte, estaba platicando con una de las residentes; una chica bajita, de cabello y piel oscura. Su amigo se recargaba con ambos brazos sobre la pala con la que hace un momento estaba cavando y sonreía como un idiota mientras le lanzaba los piropos estúpidos que, cuando las cosas estaban bien, decía a Sammuel para ayudarle a conquistar una mujer. Parecían tan lejanos aquellos tiempos donde por las mañanas se levantaba a jugar baloncesto con su amigo y su aburrida vida se repetía día tras otro...
—Se ven felices —dijo a su grabadora de voz, cuando en la noche estaba a solas. Fumaba de un cigarrillo y bebía un licor extraño que preparaba la comunidad misma. El cielo sobre su cabeza estaba despejado; podía ver las estrellas, las constelaciones y las nebulosas a la lejanía. Sin contaminación por parte de los humanos, el cielo resplandecía y dejaba ver cosas que jamás pensó que lograría ver a tan pocos kilómetros de la ciudad. La luna brillaba fuerte y daba un aspecto azulado a los sembradíos frente a él—. Nos han recibido con mucho cariño, temí lo peor cuando llegamos, pero mis sospechas fueron equivocas. En Valle Esperanza la gente es amable. No paran de hablar de un tal Brad y de Victor, como si fueran dioses a los que alabaran. Dicen que gracias a ellos la comunidad es lo que es. Me habría encantado conocerlos, en los monumentos que hay de ellos en el centro de la hacienda parecen buenas personas.
»Joshua no para de mencionar que debemos quedarnos aquí, que hemos encontrado paz al final, después de tantos años… pero no es así. Yo no he encontrado paz, no me siento satisfecho. En el fondo siento que puedo hacer más, que debo hacer más. En la radio he escuchado las transmisiones del ejército; buscan a gente inmune. Eso quiere decir que siguen con la investigación, con lo que yo inicié. Debo partir a Washington… ahora que mi familia está a salvo. Hasta mi madre parece sentirse mejor, se levanta y camina como puede entre los animales y los pasillos del lugar. Ahora tengo una preocupación menos en mi mente, con mi familia protegida puedo irme a seguir con mi camino.
El aire estaba helado y le erizaba los vellos de la piel, temblaba y mecía su pie de arriba abajo, aunque no tanto por el frío… sino por los nervios de abandonar la seguridad del refugio e ir hasta Washington; era un viaje largo y peligroso… Si partía al día siguiente podría llegar en dos noches, tal vez menos. Intercambiaría la casa rodante por algún vehículo más rápido que tuvieran en el valle. Había visto decenas de ellos en el estacionamiento que tenían.
—No llevamos ni dos meses aquí, y ya te quieres ir…
—Me encantaría poder estar en paz como tú, Josh, pero sabes que no puedo… Cada día que pasa siento que estoy siendo desperdiciado aquí.
—Tú siempre tan altanero, tan inquieto. Mierda, Sam, ni siquiera un apocalipsis es capaz de llenar ese espíritu de mierda que te hace querer ir de un lado a otro.
—Ya no se trata solo de eso, lo sabes.
—¿Los convenciste? —preguntó apuntando con la mirada hacia la hacienda, donde se reunía el consejo de Valle Esperanza, aquellos que tomaban las decisiones.
—Aceptaron cambiar la casa rodante por una camioneta, ya tengo cómo moverme.
—Hijo de perra —resopló—. ¿Qué opina nuestra madre? Jack y Diana…
—Aún no les digo nada, esperaba escuchar tu consejo.
—¿Mi consejo? —rio—. ¿De qué te sirve mi consejo si no harás caso?
Sammuel bajó la vista mientras sonreía.
—Reunión en la sala común de la hacienda, favor de acudir lo más pronto posible —dijo una voz por las bocinas que estaban distribuidas por todo el lugar—. Repito; acudir lo más pronto posible. Dejen todas sus actividades.
—Ya habrá tiempo para explicaciones, vamos —dijo Sammuel finalmente.
Trotaron hasta llegar al lugar de reuniones; era un patio gigante en el centro de la estructura principal, techado por una cúpula de cristales. En él habían acomodado largas mesas distribuidas por todos lados, allí cenaban todos en conjunto cada noche. En el centro colocaron una tarima, y sobre ella tres tipos parecían nerviosos, caminando de aquí para allá. El lugar se abarrotó de gente en menos de cinco minutos. Cerca de doscientas cincuenta personas; hombres, mujeres y hasta niños pequeños.
—Silencio, por favor —dijo uno de los tipos—. Silencio, compañeros.
Sammuel echó un vistazo rápido a todos; algunos llevaban puestas sus prendas de trabajo, otros tenían armas colgadas en arneses a su cuerpo, muchas personas tenían sus herramientas de trabajo en las manos. Diana, por su parte, en la esquina contraria al recinto, llevaba en brazos a una niña pequeña; cinco o seis años tendría. A su lado yacía Jack, abrazando a su nueva pareja; esa chica de cabello rizado que se llamaba Tatiana.
—Desde hace un mes hemos visto exploradores de Hueso y Sangre por los alrededores, la secta que ya saben... —Miró a todos prolongando un silencio incómodo—. Nos han dado muchos problemas desde que bajaron tanto.
Sammuel recordó fugazmente la ocasión en la que lo secuestraron hacía cinco años. Miró a Jack y ambos asintieron.