Territorios Z: Apocalíptico ll

23-Atlanta; Damián.

—Max —llamó por su radio—. ¿Me escuchas?

No había tenido una sola pizca de suerte en todas las horas que llevaba buscándolo. La herida en su bíceps le ardía como si aún tuviera los dientes encajados en él, era un picor comparado al de echarse limón o chile en una herida, temía que no se le fuera a quitar nunca. Damián le temía a todo, incluso a sus mismos pasos cuando se bajaba del auto para escabullirse a las tiendas de semillas. Su hermano le había dicho que iría en busca de ellas principalmente, necesitaban más semillas para plantar en su huerto y seguir subsistiendo. Se habían hartado ya de comer sólo papas y frijoles durante cinco años, y quería aprovechar que la primavera estaba a un par de meses de llegar para comenzar a sembrar frutas y todo tipo de verduras. El invierno había sido duro y poco grato para las cosechas, en varias ocasiones requirieron de abrir varias latas de comida de su provisión, las cuidaban como si fueran auténticos tesoros y sólo comían de ellas en ocasiones especiales o como último recurso.

Damián no recordaba la última vez que pisó las calles de Atlanta. Desde que Flamante anunció el ataque terrorista no había si quiera salido de su casa, y cuando este ocurrió, se dijo a sí mismo que siempre tuvo razón al hacerle caso a su miedo incontrolable. En Atlanta llovió por semanas cuando impactó la bomba nuclear. A la hora de la explosión, Damián creyó que era el apocalipsis, que Dios había bajado del cielo para castigar a los humanos por haber cometido tantas atrocidades, incluso llegó a pensar que era el suelo el que se partía y de él salía el mismo diablo para llevarse a los responsables de la creación de los muertos vivientes, es decir, a fin de cuentas, sólo de Dios era el poder de dar y quitar vida. Y tras la detonación, Damián sugirió a su hermano huir lo más lejos que pudieran, que la radiación los mataría, pero lo convenció el argumento de su hermano:

—¿Prefieres morir aquí cómodo en casa? ¿O quieres salir a que te devoren esas malditas cosas?

La respuesta era sencilla, pero durante semanas no pudo dormir bien, había noches en las que despertaba gritando, creyendo que su piel se estaba derritiendo o que una ojiva caía exactamente en su casa, despedazándolo en el acto.

Duró dos horas sentado en su auto, mirando el volante y la llave en su mano. «Tengo que ir», se repetía, pero acto seguido llegaban a su mente imágenes de los zombis y de los horrores que tal vez se encontraría en el exterior… «Tengo que ir», en su cabeza rebotaban esas tres palabras igual que una pelota de tenis al golpear una raqueta, pero su mente le podía más, su miedo le podía más. Cuando sintió los glúteos entumidos estuvo a punto de bajarse del auto e intentarlo mejor al día siguiente, pero en el espejo vio la foto de su familia; sus padres, su hermano y él, arriba de un globo aerostático en una visita que tuvieron a Guanajuato, en México… era uno de los recuerdos más preciados que tenía de ellos. La idea le había parecido una completa mierda cuando su papá la sugirió, y tuvieron que llevarlo arrastras hasta la explanada donde estaban los globos esperando a los pasajeros.

—Si vives toda la vida con miedo, te perderás de miles de maravillas —le dijo su hermano para convencerlo—. Ven, inténtalo, verás que no es tan malo como parece. —Le tendió su mano y Damián la tomó.

Arriba, en el cielo, rio como jamás lo había hecho mientras abrazaba su hermano, a su papá y a su mamá. El paisaje frente a él fue el más hermoso que en su vida vio.

«Tengo que ir», se dijo al final, cerrando la puerta, abrochándose el cinturón y metiendo la llave al auto para después encenderlo. No había marcha atrás. Llevaba una pistola, un subfusil y una metralleta, así como varias cajas de munición; parecía que iba a la guerra. En su cinturón se había atado un cuchillo de caza, tan grande como todo su antebrazo y tan afilado que hizo un pequeño agujero en su funda al introducirlo. Sin embargo, la mera idea de tener que usar las armas lo mareaba, prefería el sigilo, esconderse y no dejarse ver por nadie. Sabía que en las calles aún podría haber otros supervivientes, y sin duda habría cientos de zombis.

Una ligera nevada había caído la noche anterior, por lo que iba con cautela en el auto, tan despacio que incluso caminando iría más rápido, pero la ilusión de protección que le causaba el vehículo lo hacía sentir más seguro. No había visto a ningún sólo zombi en la hora que llevaba en su búsqueda, cosa que le pareció de lo más extraña. Cada vez que entraba a un negocio, dejaba el auto encendido, pues no sería tan estúpido como para encender el motor en medio de la ciudad. Haría demasiado ruido.

Estaba dentro de la quinta tienda de semillas, llamando por su radio una y otra vez, como si por alguna razón estar adentro del establecimiento aumentara su señal, pero no hubo respuesta alguna. Parecía como si su hermano hubiere desaparecido de un momento a otro. Miró con detenimiento a su alrededor; la mayoría de las estanterías estaban vacías, tan sólo quedaban de árboles que tardarían la vida y media en crecer y dar sus frutos, no tenían tanto tiempo para permitirse esperar un crecimiento tan prolongado. Bajo sus pies varios cristales rotos estallaban al contacto, como pequeñas placas de azúcar. El lugar era lúgubre, destruido y lleno de moho, olía a madera vieja y a zacate recién cortado. Damián se tapaba la nariz con una toalla perfumada y evitaba tocar todo lo que pudiera.

Salió despacio, evitando hacer el menor ruido posible y se quedó paralizado. Sus dedos se engarrotaron y estuvo a punto de caer de espaldas; frente a él, en su auto, había tres tipos; vestían ropa militar desgastada y sucia. El miedo lo invadió y de pronto la respiración se le entrecortó; por la radio había escuchado historias de lo que las bandas y sectas hacían a las personas que secuestraban, en su mente pasaron cientos de imágenes de él siendo torturado, desmembrado, comido vivo y asesinado.




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