Hacía frío.
A pesar de que no nevaba, el viento soplaba con una frialdad que congelaba hasta los huesos del más fuerte. Incluso Jameson, quien decía que le gustaba estar como paleta en la nieve, se frotaba de vez en cuando las manos y soplaba en ellas para calentarlas. El aeropuerto estaba vacío, ni una sola alma se hizo ver ante su llegada, al menos en la pista de aterrizaje. Ni siquiera zombis.
—No es la bienvenida que esperaba —soltó Martin.
—¿No ves un letrero con tu nombre? —le respondió William.
—No me refiero a eso —replicó—. No hay zombis y no parece haber vida humana.
—Nadie sabe qué ha pasado de este lado del mundo, ni siquiera la gente de arriba. —Michael caminaba apuntando con su fusil de asalto—. Las últimas noticias que tuvimos de Europa fueron antes del ataque a Seattle.
—Hace cinco putos años… —resopló Martin.
—¿Y antes de eso qué dijeron? —William iba hombro a hombro con su sargento.
—Lo mismo que en todo el mundo; caos y zombis.
—Flamante lo hizo demasiado bien…
—Hasta para hacer las cosas mal, es necesario hacerlas bien —agregó Jameson.
—Buscamos la terminal C6 —dijo Michael—. Allí se registró que iba a descender la familia Williams.
—Pues está ahí delante —soltó Jameson en medio de un estornudo—. Puto frío.
Frente a ellos estaba la terminal C6. Las puertas hacia el pasillo por el que se ingresaba al avión estaban abiertas, y la nave seguía pegada al puente de embarque. El silencio los abrumaba, sus pasos hacían un gran escándalo al chocar las suelas de las botas con el azulejo del piso. Sentían una tensión abrumadora, pero parecía no haber peligro alguno. Todo estaba vacío a donde sea que miraran. Incluso Jameson había bajado ya su arma y se la había colgado en la correa de la espalda.
—¿Se dieron cuenta que no hay un solo cadáver? —preguntó William en general.
—¿Será porque los hijos de perra se levantan en cuanto mueren? —Jameson había sacado de su mochila una barrita energética y comía de ella, haciendo un gran escándalo con la envoltura.
—No. Es que ni siquiera hay sangre, parece todo demasiado limpio. —Michael seguía con su metralleta firme.
—¿Bandas? ¿Sectas? —William sabía lo que significaba un lugar despejado de infección; había un grupo de gente que se encargó de limpiarlo.
—No lo sé… pero no divaguemos de más. El asiento de la señora Williams era el E-17. Jameson y yo revisaremos el equipaje de mano, ustedes dos vayan a la bodega de carga a buscar sus maletas. Necesitamos toda la información que sea posible.
—Entendido, sargento —dijeron al unísono sus dos colegas mientras trotaban para dar vuelta a la sala de espera y llegar al avión desde afuera.
Michael se acercó al escritorio alto donde suele haber una trabajadora del aeropuerto, revisando boletos o aclarando dudas, y tomó los papeles que había en la mesa para repasarlos con velocidad. En ellos había la cantidad de pasajeros que estaban por arribar y las horas de vuelo. Notó que estaba escrito con tinta encima de todos los papeles: “Retraso en la hora de llegada de la puerta C6; 50 minutos”.
—¿A qué hora fue el atentado aquí en España? —preguntó a su compañero
—A la misma hora que en todos lados. —Jameson lo esperaba en el puente.
—¿Y eso es…?
—A las once en punto de la mañana fueron lanzados simultáneamente todos los misiles. —Sus voces resonaban con gran eco por todo el lugar.
—Es decir a las cinco de la tarde aquí en España, ¿cierto?
—Sí, eso creo —dijo Jameson después de hacer un gesto que indicaba que estaba calculando en su mente.
—La hora prevista de llegada del vuelo era a las cuatro en punto… ¿no te parece sospechoso? La familia Williams iba a llegar una hora antes del ataque…
—¿Crees que hayan tenido algo que ver con todo esto?
—No quiero decir nada todavía… de igual manera el movimiento les salió mal; el vuelo se retrasó casi una hora. Llegaron aquí diez minutos antes del lanzamiento de los misiles.
—¿Y si se convirtieron en zombis?
—No quiero creer que todo este viaje fue para nada.
—Entonces vayamos a buscar en su equipaje, tal vez haya más información…
Michael y Jameson entraron con paso lento al puente. Ambos notaron que no había olor alguno por el lugar. Los últimos años se habían acostumbrado ya al aroma de la putrefacción; los zombis olían realmente mal. Las ciudades enteras desprendían un olor a podrido que se extendía por cada edificio y cada calle. Tan sólo por las carreteras, lejos de las grandes metrópolis, sus narices respiraban aire fresco… justo como lo estaban respirando allí en Madrid. No olía a podrido.
—¿Crees que encontremos algo aquí? —le preguntó a Jameson.
—No sé ni siquiera qué estamos buscando, Mike. Mierda, nos fuimos muy lejos de casa… tan sólo por una esperanza.
Michael no supo qué contestar. Llegaron hasta el asiento designado de la viuda del doctor y abrieron el portaequipaje superior, sacando de él una bolsa de mano y dos mochilas pequeñas. En estas últimas no encontraron nada, pues sólo había cosas de niños; una consola portátil de videojuegos, audífonos y celulares. Después abrieron la bolsa de la señora; en ella había papeles, una libreta, un cheque, una llave de un auto y dinero en efectivo. Michael y Jameson se acomodaron en los asientos y comenzaron a leer los documentos.