Territorios Z: Apocalíptico ll

26-Escape; Sammuel.

El frío les hacía tiritar a todos, no habían tomado ropa abrigada durante el escape, no les dio tiempo. En las desoladas carreteras cubiertas de nieve sólo soplaba el viento, aire tan helado que dolía respirar. Sammuel no sentía ninguna de sus extremidades, pues estando en la caja descubierta de la camioneta sólo se podía enfrentar a las corrientes con la chamarra que tenía puesta. A pesar de la poca visibilidad, a la lejanía todavía se miraban los faros de los autos de sus perseguidores, pequeñas estelas de luz naranja y blanca que por momentos se perdían, pero al tiempo reaparecían un poco más cerca. Llegó un punto en el que no sabía identificar si lo que escuchaba eran las voces distantes de la banda, o los susurros inexplicables que provenían del viento. Murmullos violentos chocaban contra sus orejas, que hacía tiempo que había dejado de sentirlas. Palabras vagas que tal vez eran ecos de personas que murieron; de su madre… de su hermano… o tal vez alucinaciones suyas.

—¡¿Qué hacemos?! —le preguntó por décima vez su amigo Jack, pero Sammuel no tenía palabras para responderle, ni ganas.

«He matado a un niño…», pensaba. Era lo único que pensaba. La sed de venganza lo había cegado y asesinó a un inocente… aunque, tal vez no tan inocente. Cuando creciera se convertiría en una persona horripilante, tal como sus padres, como la banda a la que pertenecía… como él. ¿Qué sentido tenía seguir sobreviviendo para convertirse cada vez más en un monstruo? ¿Qué los diferenciaba de aquellos que intentaban matarlos? Todos iban en el mismo barco, y al parecer se dirigían juntos hacia el mismo puerto.

—Tenemos que ir a Washington —fue lo único que logró formular, tan despacio e inentendible que sus palabras se fueron adheridas a los copos de nieve—. Tenemos que ir a Washington —volvió a decir, esta vez más fuerte. Forzando a sus cuerdas vocales para hacerse notar por encima del sonido del aire.

—¡¿Qué?! —gritó su amigo.

—¡Tenemos que ir a Washington, Brandon! —rugió, entrechocando los dientes y casi mordiendo su propia lengua.

—¡Estás loco, Sam! Estamos demasiado lejos, y no tenemos suficiente gasolina.

—¡Encontraremos la manera! —Esta vez se giró sobre sí mismo y metió ligeramente la cabeza por la ventanilla que los separaba. Adentro, la niña no paraba de llorar, y Diana por acompañarla en su pena, también dejaba escapar lágrimas de manera disimulada.

—No podremos avanzar mucho si nos vienen persiguiendo estos malditos locos —dijo su amigo.

—¿Qué armas tenemos? —Sammuel no quería escuchar la respuesta. Se arrepentía de haber preguntado.

—Dos pistolas, una carabina, y un fusil de asalto. Es todo lo que pudimos recoger…

—Podremos recoger el armamento de los que matemos…

—¡Son demasiados, Sammuel! Y tienen algo que nosotros no; sed de venganza.

—¡Ellos mataron a mi madre y a mi hermano, Jack! —le gritó. Por fin recuperaba movilidad en su mandíbula—. ¡¿Crees que yo no quiero asesinarlos a todos?!

—¿Así como mataste al niño? —Diana soltó la pregunta sin rastro de empatía, mirando hacia el frente con una expresión hueca—. Era un niño, Sam. —Abrazó a la pequeña con fuerza, como protegiéndola de él.

Sam se dejó caer de espaldas. El cielo sobre su cabeza intentaba dejar ver destellos lejanos de las estrellas que lo observaban casi con tristeza. Sentía que estaba intentando tener una vida que no le correspondía, quería ser más de lo que podía, convertirse en alguien que no tenía lo suficiente para ser. La frustración llegó junto con el enojo y el llanto. Miró el arma que tenía a su lado y por un momento pasó por su cabeza darse un tiro y terminar con todo de una vez por todas, pero dudó, y esa duda fue lo único que lo mantuvo vivo.

Las horas pasaron, y el sol había calentado ya lo suficiente su cuerpo como para desentumirlo y dejarlo ponerse de pie. Detrás de ellos, muy lejos de su posición, pequeños destellos y movimientos diminutos lo hacían saber que el enemigo seguía tras su rastro.

—Nos tomará dos días llegar a Washington —dijo Jack desde el asiento del conductor—. Si no nos matan antes, claro.

La niña yacía dormida en los brazos de Diana, quien también tenía los ojos cerrados y las mejillas rojas por el frío.

—Se cansarán de perseguirnos, estoy seguro —dijo Sammuel con firmeza—. No nos pueden seguir hasta el fin del mundo.

—No necesitan seguirnos a lugar tan lejano, sólo nos separan un par de kilómetros, cualquier error nos dejará en sus manos.

—Entonces mira bien por dónde vas.

Sam echó un vistazo a sus pies; en el suelo de la caja del auto había un par de armas, varios bidones de gasolina y un poco de comida, de donde Sammuel tomó dos paquetes de galletas y las ofreció a sus amigos, metiendo la mano por la ventanilla. Después tomó el rifle con mirilla y miró a través de ella a los autos que iban tras ellos. «Un solo error y nos atraparán», pensó, y por su mente cruzó una idea tan bizarra que se la sacó de su cabeza de una bofetada. Eran alrededor de diez autos, repletos hasta el tope de bandidos vestidos con huesos y ropajes grisáceos, blancos y azules. Parecían no cansarse, no debían ser humanos.

Podían intentar esconderse, pero no serviría de mucho, pues la camioneta era imposible de ocultarla. Además, los escucharían bien, todo se escuchaba muy claro desde el lanzamiento de las bombas. El mundo había quedado en un silencio aterrador; no había sonido de autos, ni de fábricas, ni de personas caminando, ni voces, no había ruido alguno más que el del propio soplar del viento. Los pájaros ya no cantaban por las mañanas, ni siquiera los animales nocturnos se hacían notar, hasta los zombis, que siempre estaban en un tipo de hibernación, respiraban lento y despacio, como intentando guardar tantas fuerzas y silencio como fuera posible. Por eso era muy fácil escuchar con precisión cada cosa, por muy pequeño que fuera el ruido.




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