Caminaba en cuclillas siguiendo de cerca a los captores de su hermano. Entre ellos seguían diciendo todo tipo de maldiciones que eran inaceptables para su oído, le daba asco sólo de imaginar las cosas repugnantes que se la pasaban diciendo.
—Oriné en la sopa de Kerkchack cuando me mandó a patrullar a la zona sur —decía uno de ellos, a quien llamaron Robert, con esa estúpida voz que aturdía el oído—. No puedo creer que al viejo ese se le haya ocurrido hacer algo así. Es decir, a mí, ¿entiendes?
—No quiero pensar que te has meado en mi sopa, Robert, si vuelves a hacer algo así, te cortaré la verga —le dijo Lois, el de la voz ronca.
—¿Crees que se haya dado cuenta?
—¿Kerkchack? —bufó Jaime—. Podrías darle mierda con una cuchara y pensaría que es puré de chocolate.
—¿Habrá puré de chocolate en algún lugar? —Robert caminaba con pasos torpes, dando volteretas y saltos de vez en cuando, parecía un malabarista de circo.
—En tus sueños, tal vez. —Lois, por su parte, rengueaba del pie derecho. Caminaba tosco y pesado, parecía alguien difícil de tumbar, a pesar de lo que sea que tuviera en el pie.
Damián presionaba los ojos una y otra vez, tan fuerte como podía. Más de una ocasión miró al cielo y rezó para que fuera un sueño, pero cuando volvía la vista hacia el frente y veía a los locos que caminaban frente a él, le quedaba claro que la realidad, por muy dura que fuera, era lo único que tenía. «¿En dónde me he metido?», pensaba, y las ganas de llorar llegaban y se iban como las nubes tapando el sol.
—Johana tiene verrugas en su culo —seguían diciendo los malnacidos—. Por eso nadie quiere cogérsela.
—¿Podrías cerrar la boca, Robert? —gruñó Lois—. Mierda, cabrón, por eso siempre te mandan a la zona sur con Jules. Es el único que puede aguantar todas las pendejadas que dices.
—Jules es medio sordo —espetó Robert, saltando a la vez encima de un auto oxidado.
—Por eso nunca se queja. Ojalá las bombas me hubieran dejado también sordo. No tienes idea de cuánto lo envidio ahora mismo.
—¿Has metido tu verga dentro de Johana? ¿Te salieron verrugas también?
—¡Hijo de perra! —Lois tomó una roca del suelo y la lanzó con todas sus fuerzas contra su compañero, quien la esquivó bajando del capó del auto de un salto. Las risas de Robert se perdieron mientras se alejaba a trote.
Jaime, el otro de los bandidos, caminaba más cauteloso que los demás. De vez en cuando miraba hacia atrás y prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor. Incluso, en cierta ocasión que Damián dio un paso en falso, ordenó a todos callarse para escuchar con detenimiento.
—Aquí hay fantasmas, Jaime —había dicho Lois—. Ramy lo dice todo el tiempo.
—Los fantasmas pueden lamerme el culo si quieren, no me harán daño.
La caminata se prolongó casi diez minutos más, hasta que volvieron a toparse con Robert. Estaba recargado en un pequeño muro hecho con costales, y tras él se encontraba un supermercado que tenía todas las ventanas y puertas cubiertas con maderas viejas y trozos de láminas.
—¿Ya se te ha quitado lo gracioso, infeliz? —Lois saltó el muro con dificultad.
—Se me quitará el día que Johana no tenga verrugas y podamos cogérnosla de nuevo, o sea nunca. —Robert se dejó caer hacia atrás, cruzando la barrera improvisada que rodeaba todo el recinto.
—¿Ya sabes qué le vas a decir a Kerkchack? —Jaime cubría a su compañero mientras saltaba los costales.
—Querrá mandar a más gente para traer los recursos del auto, incluso mandará a un conductor para que lo traiga hasta acá.
—¿Y qué hay del tipo que lo conducía?
Lois echó un vistazo desde la cima hacia el camino por el que habían venido, obligando a Damián a cubrirse tras un camión de alimentos destruido.
—No tiene a donde ir, caerá en una trampa o algún rezagado lo matará.
Jaime asintió y cruzó de un salto el muro, siguiendo de cerca a su colega.
Damián se dejó caer al suelo, sentía que en cualquier momento le daría un infarto. Tocó con dedos temblorosos el arma que colgaba de su cinturón, como si el sentirla hiciera que el valor le subiera, pero era inútil, tenía incluso ganas de orinar. Consigo llevaba sólo una pistola y el cuchillo de caza que colgaba en la funda de su pierna, sus demás armas las habían tomado del auto cuando lo encontraron los bandidos.
«¿Qué voy a hacer?», se preguntó. Y los minutos pasaron mientras decidía su próximo movimiento. Estaba contando sus balas, aceptando poco a poco la idea de que debería disparar lo quisiera o no, cuando un estruendoso sonido lo hizo girarse hacia el supermercado. A través de los cristales del vehículo donde se escondía pudo ver cómo una reja en el costado de la estructura se abría y de ella salían dos camionetas blindadas hasta el tope, llenas de hombres y mujeres armados hasta los dientes. En una de ellas iba Jaime, a quien por poco no reconoció con el casco militar que llevaba puesto. Daba órdenes a los bandidos de a dónde dirigirse. «Van por mi auto», se dijo, y las camionetas se perdieron a la lejanía. De nuevo se extrañó de que ningún zombi hiciera acto de presencia con tanto ruido, pero borró la intriga de su mente cuando cayó en cuenta de que era su oportunidad; mucha gente había dejado el lugar, estaría desprotegido.