Sammuel siempre creyó que su vida no daría para más. Trabajando en la construcción con su amigo Jack imaginaba que era todo lo que tenía que ofrecer. Nunca se preocupó por nada más allá de levantarse temprano y llegar a tiempo a su trabajo, pero deseaba tanto un cambio… anhelaba con su alma entera que de pronto de la noche a la mañana nada fuera igual, que habitara en una vida que, en cierta parte, no le perteneciera, vivir una travesía que le volviera a recordar la verdadera razón para levantarse día tras día… No debió haber nacido sólo para trabajar de ocho a tres el resto de su vida, y se aferraba tanto a esa idea… que cuando la fecha llegó, creyó que podría con todo. Estaba tan equivocado.
Al abrir los ojos se descubrió cubierto de una capa de nieve que lo tenía tiritando. Se sentía débil, mareado, con nauseas, vacío… sentía un hueco en el pecho, además del dolor inmenso que los impactos de bala le ocasionaban en la parte del abdomen. Intentó decir algo, pero las palabras se le atoraron en la garganta, haciéndolo toser y revolcarse del dolor. Veía a los pequeños copos de nieve descender desde el cielo hasta posarse sobre su rostro. El cielo estaba rojizo, tanto que por un momento creyó que de nuevo habían caído bombas nucleares, pero no, era el color del ocaso; pronto anochecería.
«Jack… Diana…», pensó. Intentó mover su cabeza de un lado a otro, sin embargo, al girarla hacia su derecha ya no pudo regresarla de nuevo para el otro lado. No tenía fuerza.
Y lloró.
Estaba muriendo. Sólo en ese momento se dio cuenta de que estaba perdiendo la vida. La impotencia lo empapó al igual que la aguanieve. Lloró a rienda suelta, en medio de toses entrecortadas y espasmos que le recorrían el cuerpo entero. No podía terminar así, su vida no debía acabar de esa manera, tan abrupta, tan patética, llena de miseria y de vergüenza, pero cada segundo una gota de sangre abandonaba su cuerpo, y con ella se llevaba también una parte de su esperanza.
Las lágrimas se congelaban al chocar contra el suelo bajo su cabeza, y por un momento no distinguía si aquello que escuchaba eran gotas de sal o de plasma rojo. ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Dónde estaba Jack y Diana? ¿Los habrán capturado? No podrían haber llegado muy lejos si la banda sobrevivió al ataque de los zombis, pero definitivamente estaban lejos. Quizá a kilómetros de distancia, quizá en el cielo, tal vez debajo de él, incluso, en el mismo infierno.
«Voy a ir con ellos… voy a arder para siempre…», se dijo. Y por un momento deseó estar ahí, para quitarse el frío que lo estaba congelando vivo.
Después del atentado nadie merecía ir al cielo, ¿no? Todos se habían convertido en personas horribles, en monstruos… o al menos era lo que Sam se repetía para no sentirse tan mal después de todas las atrocidades que había cometido… «Maté a un niño… maté a una mujer embarazada, a un bebé, a un puto bebé.» Sammuel se preguntaba si había valido la pena haber asesinado a tanta gente… sólo para haber vivido un par de años más, unos meses más, unos días, unas horas… ¿Tanto le gustaba respirar? ¿Tanto disfrutaba una vida que odiaba vivir? Para al final haber terminado así… «Tan sólo prolongué mi sufrimiento…», concluyó.
Intentó concentrarse un momento y prestó atención a su alrededor. Junto a él había una mujer casi en los huesos, con la panza abierta en canal y montones de sangre y vísceras esparcidas por todos lados. A Sammuel se le revolvió el estómago y lloró con más fuerza. «¿Dónde están los zombis?» Por varios minutos tuvo la mente en blanco, esperando a que en cualquier momento llegara un muerto viviente y comenzara a comer de él, pero con la espera llegó la impaciencia y la frustración. El dolor era insoportable, y por primera vez deseaba con toda su vida que muriera de una vez por todas. No quería causar más dolor, no quería terminar con más vidas, ni ser el causante del sufrimiento ajeno… pero estuvo así tanto tiempo que perdió la noción. Las nubes lo miraban en su paso lento y distante, dejaban caer sobre él trocitos de hielo y continuaban su camino hacia la lejanía del cielo, y pronto el sol se fue con ellas para dejarle nada más que una noche oscura y solitaria.
—Jack… —pudo decir finalmente. Con su voz notó también los ruidos que lo envolvían: el sonido de un motor sin fuerza, el viento, y otra vez el goteo. No hubo respuesta de su mejor amigo.
Con todas las fuerzas que le quedaban levantó su mano para tocarse las heridas, y lo primero que tentó fue una placa metálica, el chaleco antibalas que había fallado en protegerlo. Era imposible que ese viejo chaleco lo hubiera protegido de disparos a quemarropa. Una punzada de dolor le hizo fruncir el ceño y soltar un quejido.
Iba a morir. Moriría si no hacía algo para evitarlo.
—Jack… —volvió a decir, pero otra vez tan sólo el viento le respondió.
A su mente llegaron recuerdos que lo mataron vivo; esos pequeños instantes en los que fue feliz. Aunque la felicidad esos últimos años había sido tan relativa que ya no podía ni siquiera diferenciarlos de aquellos donde tan sólo se alegraba por encontrar comida en buen estado, sobreviviendo. Recordó los abrazos de su madre, las risas con su hermano, las anécdotas nocturnas que todos se contaban, incluyendo a Diana, y los paisajes… los desastrosos paisajes que veía todo el tiempo. Le era tan difícil asimilar que tanta destrucción, tanto caos y muerte pudieran verse tan hermosos… Varias veces había usado su grabadora simplemente para describir la belleza de lo que veía: aquella ciudad corrompida por la maleza, llena de verde y amarillo a donde sea que mirara; los edificios envueltos en maleza y los autos cubiertos por la hierba; allá donde las bombas cayeron y los agujeros inmensos del suelo rompían la simetría de las calles, cráteres gigantes en medio de la ciudad llenos de agua estancada y nenúfares. Había tanta belleza en lo roto. Intentó también alguna vez dibujar todo lo que veía, para matar el tiempo, pero era tan malo con el lápiz y el papel que mejor se dedicó a guardar aquellas vistas en su mente.