Capítulo
1
1690
El viento helado del atardecer se filtraba entre los árboles como cuchillas invisibles. Las copas crujían, y el bosque parecía murmurar advertencias antiguas, pero Harnold no se detenía. Corría con los pies embarrados, la respiración entrecortada, y el corazón tamborileándole en el pecho. Corría como si el tiempo lo persiguiera, como si aquello que estaba por suceder solo pudiera entenderse viéndolo con sus propios ojos.
Ese día, el pueblo había encontrado a una bruja.
Le habían prohibido asistir. Era muy pequeño, decían. Muy joven para presenciar semejante acto. Pero la curiosidad, ese fuego que arde en los que aún no han sido quebrados por el mundo, pudo más.
Lo que no sabía Harnold —o no quería aceptar— era que, en parte, todo aquello había comenzado por su culpa.
Unos días atrás, durante una de sus escapadas nocturnas al bosque, la había visto. La señora Jones. Treinta y tantos, delgada, pelo negro como la ceniza, siempre de paso entre sombras. Esa noche, no estaba sola. Una segunda figura femenina la acompañaba, borrosa entre la penumbra. Ambas pronunciaban palabras que no pertenecían a idioma alguno que él conociera. Palabras cargadas de algo... antinatural.
Jones alzó la vista. Lo había sentido. Lo había visto. Pero él, como un zorro, se escabulló entre los árboles antes de que pudiera decir una palabra.
Sin pensarlo dos veces, corrió al único lugar que, en su mundo, ofrecía respuestas: la iglesia puritana de Elmbrook, un edificio de madera oscura que se alzaba con severidad entre las casas humildes. Su campanario solitario parecía partir el cielo.
Allí, lo recibió el reverendo Thomas Harper: 64 años, alto, enjuto, la piel pegada a los huesos y la mirada como carbón apagado. Siempre vestido de negro. Siempre con una Biblia gastada bajo el brazo, como si cargara una espada invisible.
—¡Pastor! —gritó Harnold al entrar, con la voz agitada por el miedo y la carrera.
El reverendo alzó la vista lentamente.
—¿Qué sucede, hijo?
—Vi... vi a dos mujeres en el bosque. Estaban haciendo cosas raras. Raros rezos. Y una de ellas era... era la señora Jones.
Un silencio pesado cayó sobre la iglesia. El pastor entornó los ojos.
—¿Estás seguro de lo que estás diciendo?
—Lo estoy. Era ella. La curandera.
—¿Jones? —repitió, en voz baja—. ¿La mujer de los herbolarios?
Harnold asintió.
Entonces, Harper cerró la Biblia con lentitud. Algo en su expresión se endureció, como si una decisión ya estuviera tomándose en su interior.
—Ve a casa, muchacho. No vuelvas a andar por ahí a estas horas. Déjame esto a mí.
Ahora, desde la cima de la colina, Harnold observaba el claro. La escena era espeluznante. Más de medio centenar de personas se habían reunido, y todas miraban con los rostros iluminados por antorchas, como si el fuego les hubiera prestado su alma.
Años atrás, el fuego le traía otros recuerdos. Las fogatas con su abuelo. Las historias de dragones, de dioses antiguos. De héroes. Pero este fuego no era para cuentos. Era para quemar a una mujer viva.
La señora Jones ya estaba allí. Dos hombres la arrastraban con las muñecas atadas, la ropa rasgada, el rostro manchado de barro y llanto. Suplicaba. Decía que era todo un error. Que no entendían. Que ella no era una bruja.
Pero nadie la escuchaba.
El pastor Harper caminó hasta el centro del claro. El pueblo se abrió a su paso como las aguas del Mar Rojo. Su figura alargada por las sombras de las llamas se alzó sobre todos.
Levantó los brazos al cielo y habló:
—Para limpiar este pueblo, debemos tomar decisiones dolorosas. Pero necesarias. El mal no echará raíces en Elmbrook.
Jones gritaba. Gritos que parecían venir de algún abismo subterráneo, no de una garganta humana. Los aldeanos la ataron al poste. La madera crujía. El fuego esperaba.
—¡Ciudadanos de Dios! —tronó Harper—. Hoy purgaremos el mal que ha infectado nuestras tierras. ¡El fuego limpiará lo que la oscuridad quiso contaminar!
El coro de los aldeanos comenzó. Cánticos antiguos. Palabras huecas. El fuego fue encendido.
Harnold apenas podía mirar. Se aferró al tronco de un árbol, la culpa atravesándole el pecho. Una parte de él quería creer que estaba haciendo lo correcto, que esto era lo que Dios quería. Pero otra parte... empezaba a romperse.
Y entonces ocurrió.
Una raíz, oculta entre la maleza, lo hizo tropezar. Cayó. Rodó por la ladera como un muñeco de trapo, hasta detenerse, sucio y rasgado, a pocos metros del fuego.
El murmullo cesó.
Los ojos del pueblo se posaron sobre él.
Pero solo uno de esos pares de ojos lo quemó más que el fuego mismo.
Jones.
Entre las llamas, le sostuvo la mirada. No con odio. No con miedo. Sino con una paz inquietante. Una paz que helaba la sangre.
Y entonces, habló. Su voz era ceniza. Era eco. Era sentencia.
—Que tu sangre recuerde lo que hiciste.
Silencio.
El pastor Harper apenas atinó a balbucear su nombre, pero Harnold ya estaba corriendo otra vez. No hacia el pueblo. No hacia su casa. Corría huyendo del fuego, de los ojos de Jones, de esas palabras malditas...
Palabras que, desde esa noche, lo acompañarían para siempre.
Capítulo
2
El tránsito estaba trancado en la 5th Avenue , como de costumbre en cualquier viernes en la ciudad de Nueva York. El calor pesado del final de la primavera se hacía sentir en el último día de clases del ciclo escolar.
El señor George Stone conducía con paciencia, como si cada giro del volante le ayudara a mantener el equilibrio entre el deber y el cansancio. De estatura media, ligeramente encorvado por los años de oficina, llevaba una camisa celeste remangada hasta los codos y una corbata floja por el apuro de la mañana. Su rostro mostraba líneas prematuras alrededor de los ojos y la frente, surcos marcados por las responsabilidades, no por la edad. El cabello, castaño oscuro con algunas canas asomando en las sienes, comenzaba a perder densidad, y sus ojos —grises, cansados pero atentos— siempre parecían escudriñar más allá de lo evidente.
Editado: 15.11.2025