El miedo está en todos. Podía sentirlo. La sensación de pánico corriendo por las extremidades, siendo el pecho el núcleo de tal sentimiento, agitando sus corazones, acelerando su respiración. Verlos correr entre las calles, el bosque, los pasillos de la casa, intentando refugiarse de algo, de ese monstruo por el que todos temen en el terror de las tinieblas, salvar su vida de…
– ¿Vas a quedarte allí? –escuché que preguntaban.
– Solo estoy archivando… unas cosas –guardé los documentos antes de cerrar mi portátil y tomar mi bolso para acercarme a mi compañero.
Tenía un par de años de haberse graduado de la carrera pública en seguridad.
Era la mejor en la zona y por ello me asignaban a los recién graduados para que aprendieran de mis técnicas y hacer justicia a las familias de las victimas de asesinato. Había decidido viajar de ciudad en ciudad para resolver crímenes de diferentes asesinos seriales y por ello tenía el respeto de potenciales directores.
– Eres muy dedicada –comentó el chico.
– Me gradué con honores, debo seguir limpia –afirmé.
– En qué sentido –bromeó.
– No juegues sucio –le pedí impávida– debes conocer la maldición de los que fallan.
– Lo he escuchado –dijo con una sonrisa– ¿acaso los matas? –rió.
– Puede ser –me encogí de hombros.
La maldición era que los que se equivocaban conmigo o su trabajo, la miseria los perseguía y algunos terminaban muriendo de manera extraña o quedaban algo trastornados después de algún incidente por intento de robo o algo similar antes de que consiguieran otro trabajo. Estuve bajo sospecha hasta el tercer asesinato pero mi expediente seguía limpio. De allí se convirtió en un rumor para terminar en la famosa maldición.
Y nadie estaba lejos de la verdad.
Desde pequeña, casi desde que tengo uso de razón, el deseo de asesinar se había manifestado con fuerza. Era un placer exquisito ver la sangre correr por mis manos cuando degollaba gatos o perros callejeros. Un cosquilleo agradable me recorría todo el cuerpo cuando veía cómo intentaba salvar su vida. Me sentía poderosa al ver a la victima suplicando por misericordia. Entonces comprendí que para los demás eso era algo fuera de lugar, no acorde a lo que sabían que estaba bien. Para mí lo era.
– Nos vemos mañana –se despidió el chico con un guiño.
La sensación apareció de pronto y deseé haber estado en otro lugar, otro planeta. El vértigo me dominó y el cosquilleo recorrió con fuerza mi cuerpo, entumeciendo mis piernas, brazos y el paladar. Antes de estar consciente de lo que estaba haciendo, mis pies lo siguieron hasta llegar a su casa.
– ¿Te importa? –le pregunté, sobresaltándolo.
– ¿Me siguió? –preguntó con una coqueta sonrisa.
– Bueno, no logré alcanzarte –me encogí de hombros– tienes piernas largas.
– Sí –susurró.
Entramos a su departamento y lo primero que me ofreció fue una copa de vino de una marca demasiado barata que decliné por cortesía. Debía estar consciente y para empezar no debería estar allí. Me delataría sin poder evitarlo. Años cometiendo asesinatos, aparentando ser diferentes asesinos seriales, y resolviéndolos, metiendo a gente inocente en prisión por crímenes que yo había cometido.
Intentó seducirme y mi respiración se agitó en respuesta. Mi asexualidad era clara para todos incluso para mí ya que ninguna persona me excitaba como aseguraban los demás. Ni siquiera el sentir la sangre correr por mis manos provocaba esa sensación. El placer que sentía solo me hacía sentirme más tranquila, como si estuviera viendo el resultado de un pastel que horneé con dedicación.
Una fuerza descomunal era lo que siempre trataba de ocultar a pesar de ser una mujer menuda. Pero la emoción de cometer el asesinato me ganaba y arremetí contra él antes de darme cuenta de que no tenía mi equipo. Por años, el cuerpo policial insistía en que aceptara el puesto más alto de los mandos superiores pero me negaba en rotundo, dejándome como una humilde persona que se empeñaba en hacer justicia. La situación era que si subía de puesto, mis archivos quedarían expuestos y quedarían al descubierto, todos y cada uno de mis crímenes.
Alcé su playera, arrancando los botones de la camisa con fuerza, hasta su rostro y lo mantuve con fuerza allí, bloqueándole la respiración. En respuesta, y como todas las victimas lo hacían, intentó apartarme, arañando mis expuestos brazos y decidí ceder. Me alejé de él para tomar de la copa que seguía en la repisa de la cocina, escuchando los jadeos antes de escuchar el seguro de su pistola.
– Eres tú –aseguró entre la respiración cortada.
– ¿Quién se supone que soy? –le pregunté sin girarme.
– La que ha cometido los asesinatos –escuché sus pasos, tratando de que lo mirara.
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Editado: 23.07.2018