El hombre que acababa de redescubrir Hurdy-Gurdy no sentía curiosidad por su arqueología. Y
cuando vio a su alrededor las lúgubres muestras del trabajo perdido y las esperanzas rotas, cuyo
significado desalentador se veía acentuado por la pompa irónica del dorado barato que provocaba el sol
naciente, su suspiro de fatiga no reveló ninguna sensibilidad. Simplemente quitó de lomos de su fatigado
burro un equipo de minero algo más largo que el propio animal, ató éste a una estaca, eligió de entre su equipo un hacha pequeña y cruzó enseguida el lecho seco de Injun Creek para dirigirse a la parte superior
de una colina baja que había al otro lado.
Al pisar una valla caída que había estado formada por matas y tablas, eligió una de éstas y la cortó en
cinco partes que afiló por uno de los extremos. Después inició una especie de búsqueda, agachándose de
vez en cuando para examinar algo con gran atención. Finalmente su paciente examen debió verse
recompensado por el éxito, pues de pronto se levantó cuan largo era, hizo un gesto de satisfacción,
pronunció la palabra «Scarry»* y se alejó enseguida con pasos largos e iguales que fue contando. Se
detuvo y clavó en el suelo una de las estacas. Después miró cuidadosamente a su alrededor, midió un
número de pasos sobre un terreno singularmente desigual y clavó otra estaca. Recorriendo dos veces esa
distancia en ángulo recto con la dirección anterior clavó una tercera, y repitiendo el proceso metió la
cuarta y finalmente la quinta. Hizo después una hendidura en la parte superior, en la que insertó un viejo
sobre de cartas cubierto con un intrincado sistema de trazos hechos a lápiz. En resumen, había presentado
una reclamación de terrenos de estricto acuerdo con las leyes de la minería local de Hurdy-Gurdy y había
colocado la nota habitual.
Es necesario explicar que uno de los terrenos adjuntos a Hurdy-Gurdy —que con el tiempo acabó
estando adjunto a la metrópolis— era un cementerio. En la primera semana de la existencia del
campamento había sido trazado cuidadosamente por un comité de ciudadanos. Al siguiente día se había
producido un debate entre dos miembros del comité acerca de un lugar mejor, y al tercer día la necrópolis
fue inaugurada con un funeral doble. Conforme el campamento había ido menguando, el cementerio fue
creciendo; y mucho antes de que el último habitante, victorioso tanto contra la insidiosa malaria como
contra el rápido revólver, hubiera apuntado la cola de su burro hacia Injun Creek, el asentamiento
periférico se había convertido en un barrio populoso, ya que no popular. Y ahora, cuando había caído
sobre la ciudad la hoja seca y amarilla de una desagradable senilidad, el camposanto —aunque algo
desfigurado por el tiempo y las circunstancias, y no totalmente exento de innovaciones en la gramática y
experimentos en la ortografía, por no hablar de los estragos del devastador coyote— respondía a las
necesidades humildes de sus ciudadanos con razonable satisfacción. Formaba un generoso campo de dos
acres —que había sido elegido con encomiable sentido de la economía, pero innecesariamente, porque no
tenía valor como campo de mineral—, e incluía dos o tres árboles esqueléticos (de una robusta rama
lateral de uno de ellos colgaba todavía significativamente una cuerda estropeada por el tiempo), medio
centenar de montículos, una veintena de toscos tablones cuyas inscripciones mostraban las peculiaridades
literarias ya mencionadas y una esforzada colonia de chumberas. En conjunto, el Lugar de Dios, como
había sido bautizado con característica reverencia, podía jactarse justamente de una desolación de calidad
indudablemente superior. El señor Jefferson Doman había hecho su reivindicación territorial en la parte
más poblada de aquella interesante heredad. Si en la realización de sus designios consideraba adecuado
extraer a alguno de los muertos, éstos tendrían el derecho a ser vueltos a enterrar convenientemente.