El señor Jefferson Doman procedía de Elizabethtown, New Jersey, donde seis años antes había
dejado su corazón al tomar a una joven de cabellos dorados y actitud recatada, llamada Mary Matthews,
como seguridad colateral de que regresaría para pedir su mano.
—Simplemente sé que nunca regresarás vivo: nunca lograrás nada —fue la observación que
ejemplificaba la idea que tenía la señorita Matthews de lo que constituía el éxito, y de paso su opinión
acerca de lo que consideraba estimulante. Luego añadió—: si no vuelves, también yo iré a California.
Puedo ir poniendo las monedas en bolsitas conforme las vayas sacando.
Esta característica teoría femenina acerca de los depósitos auríferos no resultaba aceptable para la
inteligencia masculina, pues el señor Doman creía que el oro se encontraba en estado líquido. Él
desaprobó la intención de ella con considerable entusiasmo, reprimió sus sollozos poniendo ligeramente
una mano en su boca, se rió mientras le besaba las lágrimas y con un alegre «nos veremos» se fue a California a trabajar por ella durante largos años sin amor, con un corazón poderoso, una esperanza alerta
y una fidelidad firme que ni por un momento se olvidó de lo que estaba haciendo. Entretanto, la señorita
Matthews había concedido el monopolio de su humilde talento para meter monedas en sacos al señor Jo.
Seeman, de Nueva York, jugador, muy apreciado como tal aunque no tanto como el genio de ella para
sacarlas luego del saco y dárselas a sus rivales locales. Por lo que respecta a esta última actitud, él
manifestó su desaprobación con un acto que le valió el puesto de encargado de la lavandería de la prisión
estatal, y a ella el sobrenombre de «Moll Caracortada». Aproximadamente en aquella época escribió al
señor Doman una conmovedora carta de renuncia, incluyendo su fotografía como muestra de que ya no
tenía el derecho a permitirse soñar con que se convertiría en la señora Doman, al tiempo que le contaba
tan gráficamente cómo se había hecho esa herida al caerse de un caballo, que el señor Doman se vengó de
aquel animal abusando de las espuelas con el pobre e inocente potro que le había llevado hasta Red Dog,
para recoger la carta, y con el que regresaba al campamento. Pero la carta no consiguió cumplir su
objetivo; la fidelidad que hasta entonces había sido para el señor Doman un asunto de amor y deber se
convirtió desde entonces también en un tema de honor; y la fotografía, que mostraba el rostro en otro
tiempo hermoso tristemente desfigurado, como por el corte de un cuchillo, se instaló en su afecto,
mientras su predecesora, más hermosa, era tratada con desprecio contumaz. Es justo decir que al ser
informada de aquello, la señorita Matthews no pareció sorprenderse de lo poco que había estimado la
generosidad del señor Doman, que por el tono de su última carta habría cabido esperar. Sin embargo,
poco después las cartas de ella empezaron a ser cada vez menos frecuentes, hasta que por fin cesaron
totalmente.