Pero el señor Doman tenía otro corresponsal, el señor Barney Bree, de Hurdy-Gurdy, quien
anteriormente había estado en Red Dog. Este caballero no era minero, aunque entre éstos resultaba una
figura notable. Su conocimiento de la minería consistía principalmente en un dominio maravilloso de su
jerga, a la que había hecho abundantes contribuciones, enriqueciendo su vocabulario con una abundancia
de frases inusuales más notables por su aptitud que por su refinamiento, y que impresionaban a los
«novatos» sin instrucción por la sensación de profundidad del conocimiento del inventor. Cuando no
mantenía un círculo de admirativos oyentes procedentes de San Francisco o del este, se le podía encontrar
entregado al trabajo, comparativamente más oscuro, de barrer las diversas casas de baile y purificar las
escupideras.
Barney no parecía tener más que dos pasiones en la vida: el amor a Jefferson Doman, que en otro
tiempo le había prestado algún servicio, y el amor al whisky, que desde luego no se lo había prestado.
Había estado entre los primeros que se abalanzaron sobre HurdyGurdy, pero no había prosperado y
gradualmente se fue degradando hasta la posición de sepulturero. No era una vocación, pero Barney
dedicaba a ella su mano temblorosa de forma irregular siempre que se producía algún mal entendimiento
en la mesa de juego, coincidiendo en el tiempo este trabajo con su recuperación parcial de una prolongada
época de vicio. Un día, el señor Doman recibió en Red Dog una carta con un matasellos que simplemente
decía «Hurdy, Cal.», y como se hallaba ocupado por otra cosa, la dejó descuidadamente en un agujero de
su cabaña para leerla más tarde. Unos dos años más tarde la encontró accidentalmente y la leyó. Decía lo
siguiente:
HURDY, 6 De Junio:
AMIGO JEFF: La encontré buena en el campo de huesos. Está ciega y piojosa.
Estoy montado: Es mío y mi parte es tuya también. Tuyo,
BARNEY
Posdata: La Marqué con Scarry.
Como tenía un conocimiento del argot general de los campamentos mineros y también del sistema
privado del señor Bree para la comunicación de las ideas, el señor Doman no tuvo dificultad para
entender en aquella epístola poco común que Barney estaba cumpliendo su deber como sepulturero
cuando descubrió una cama rocosa de cuarzo sin afloramientos; que evidentemente abundaba en ella el
oro; que movido por consideración de su amistad aceptaba al señor Doman como socio y esperaba que la