Dedicándose con gran celo a su descubrimiento del oro abundante, que probablemente achacaba a la
conciencia con la que ejercitaba su trabajo de sepulturero, el señor Barney Bree había cavado un sepulcro
inusualmente profundo, por lo que casi estaba anocheciendo cuando el señor Doman, trabajando con la
deliberación lenta del que tiene «una cosa segura» y ningún miedo a que nadie reclamara un derecho
anterior, llegó al ataúd y lo dejó al descubierto. Al hacerlo se vio enfrentado a una dificultad para la que
no se había preparado; el ataúd —una simple cáscara plana de tablones rojizos por lo visto no muy bien
conservados— no tenía asas y ocupaba todo el fondo de la excavación. Lo único que podía hacer sin
violar la santidad y decencia de la situación era realizar una excavación lo bastante larga como para poder
ponerse de pie a la cabeza del ataúd y, colocando debajo sus manos poderosas, levantarlo sobre su
extremo más estrecho; y eso fue lo que decidió hacer. La proximidad de la noche aceleró sus esfuerzos.
Ni se le pasó por la cabeza abandonar en aquella fase la tarea para reanudarla por la mañana en
condiciones más ventajosas. El estímulo febril de la codicia y la fascinación del terror le hicieron
proseguir el trabajo con una voluntad de hierro. Ya no se mostraba ocioso, sino que trabajaba con un
interés terrible. Se destocó la cabeza, se quitó las prendas exteriores, se abrió la camisa por el cuello
descubriendo el pecho, por el que corrían sinuosos riachuelos de sudor, mientras este duro e impenitente
buscador de oro y ladrón de tumbas trabajaba con una energía gigantesca que casi dignificaba el carácter
de su horrible propósito; y cuando los bordes del sol desaparecieron por la línea serrada de las colinas del
oeste, y la luna llena había surgido de las sombras que cubrían la llanura purpúrea, había puesto en pie el
ataúd y lo dejó allí apoyado contra el borde de la tumba abierta. Después, levantando el cuello por encima
de la tierra en el extremo opuesto de la excavación, mientras contemplaba el ataúd sobre el que caía ahora
la luz de la luna produciendo una luminosidad total, se estremeció con un terror repentino al observar
sobre el ataúd la sorprendente aparición de una oscura cabeza humana: la sombra de la suya. Por un
instante, aquella circunstancia simple y natural le acobardó. El ruido de su respiración fatigada le asustó,
y trató de mitigarla, pero sus pulmones ardientes no se lo permitieron. Después, echándose a reír y
habiendo perdido totalmente el espíritu, empezó a mover su cabeza de un lado a otro para obligar a la
aparición a repetir los movimientos. Le tranquilizó y consoló comprobar que dominaba a su propia
sombra. Estaba contemporizando con la situación, realizando con una prudencia inconsciente una
maniobra que retrasara la catástrofe inminente. Sentía que las fuerzas invisibles del mal se estaban
cerrando sobre él y por el momento parlamentaba con lo inevitable