Observó entonces una sucesión de varias circunstancias inusuales. La superficie del ataúd que
mantenía fija su mirada no era plana; presentaba dos bordes claros, uno longitudinal y otro transversal.
Donde se cruzaban, por la parte más ancha, había una placa metálica corroída que reflejaba la luz de la
luna con un brillo tenebroso. A lo largo de los bordes exteriores del ataúd, a largos intervalos, había unas
cabezas de clavos comidas por el óxido. ¡Este frágil producto del arte de carpintero se había introducido
en la tumba por el lado contrario!
Quizás fuera una de las bromas del campamento: una manifestación práctica del espíritu chistoso que
encontraba su expresión literaria en la noticia necrológica, desordenada y patas arriba, salida de la pluma
del gran humorista de Hurdy-Gurdy. Quizás tuviera algún significado personal y oculto en el que no
pudieran penetrar las mentalidades no instruidas de la tradición local. Una hipótesis más caritativa era
que, debido a un infortunio del señor Barney Bree, al realizar sin ayuda el enterramiento (bien por
decisión propia, para preservar en secreto su oro, o por la apatía pública), había cometido un error que
después no pudo o no quiso rectificar. Pero cometido el error, la pobre Scarry fue bajada a tierra boca
abajo.
Cuando el terror y la estupidez se alían, el efecto es terrible. Aquel hombre osado y de fuerte corazón,
aquel duro trabajador nocturno entre los muertos, el enemigo que desafiaba la oscuridad y la desolación,
sucumbió a una sorpresa ridícula. Le sobrecogió un escalofrío: se estremeció y sacudió sus hombros
enormes como si tratara de quitarse de encima una mano helada. Ya no respiraba y la sangre de sus venas,
incapaz de reducir su ímpetu, brotaba ardiente bajo su piel fría. Carente del oxígeno necesario, le subió a
la cabeza y congestionó su cerebro. Sus funciones físicas se habían pasado al enemigo; incluso su corazón
se había dispuesto en su contra. No se movió; ni siquiera podía gritar. Sólo necesitaba un ataúd para estar
muerto: tan muerto como la muerta que tenía frente a él con la altura de una tumba abierta y el grosor de
un tablón podrido en medio.
Después recuperó los sentidos de uno en uno; la marea del terror que había superado sus facultades
empezó a remitir. Pero con el retorno de los sentidos perdió singularmente la conciencia del objeto de su
miedo. Veía la luz de la luna dorando el ataúd, pero ya no veía el ataúd que la luna doraba. Al levantar la
mirada y girar la cabeza, observó, curioso y sorprendido, las ramas negras del árbol muerto, y trató de
calcular la longitud de la cuerda, deshilachada por el tiempo que colgaba de su mano fantasmal. El
ladrido monótono de los lejanos coyotes le afectó como algo que ya hubiera oído años antes en un sueño.
Un búho cruzó por encima de él sobre unas alas que no hacían ruido, y trató de predecir la dirección que
tomaría su vuelo cuando llegara al risco que elevaba su parte frontal iluminada a unos dos kilómetros de
distancia. Su oído captó el caminar sigiloso de una ardilla a la sombra de un cacto. Lo observaba todo