intensamente; sus sentidos estaban alerta, pero no veía el ataúd. Lo mismo que uno puede quedarse
mirando al sol hasta que éste parece negro y después desaparece, su mente, habiendo agotado su
capacidad para el terror, ya no era consciente de la existencia de nada que fuera terrorífico. El asesino
estaba ocultando la espada.
Durante esta tregua en la batalla se dio cuenta de que había un olor débil pero vomitivo. Al principio
pensó que se trataba de una serpiente de cascabel, e involuntariamente trató de mirar a sus pies. Eran casi
invisibles en la oscuridad de la tumba. Un sonido áspero y gutural, como el estertor de la muerte en una
garganta humana, parecía brotar del cielo, y un momento después una sombra grande, negra y angulosa,
como si ese sonido se hubiera vuelto visible, cayó en un vuelo curvo desde la rama más alta del árbol
espectral, aleteó un instante delante de su rostro y se alejó en la niebla a lo largo del torrente. Era el
cuervo. El incidente le permitió recuperar el sentido de la situación y volvió a buscar con la mirada el
ataúd erguido, que ahora la luna iluminaba en la mitad de su longitud. Vio el brillo de la placa metálica y,
sin moverse, intentó descifrar la inscripción. Después se puso a especular con respecto a lo que había
detrás. Su imaginación creativa representó una imagen vívida. Los tablones no parecían ya un obstáculo y
vio el cadáver lívido de la mujer muerta, de pie y vestida con el sudario, contemplándole con la mirada
vacía con unos ojos sin párpados y hundidos. La mandíbula inferior estaba caída, el labio superior,
apartado, descubriendo los dientes. Pudo ver una mancha, como un dibujo, en las mejillas huecas: la
consecuencia de la decadencia. Por algún proceso misterioso, su mente volvió por primera vez al día en
que vio la fotografía de Mary Matthews. Contrastó su belleza rubia con el aspecto fúnebre de aquel rostro
muerto: el objeto que más amaba con el más horrible que era capaz de concebir.
El Asesino avanzó ahora y mostrando la hoja la acercó a la garganta de la víctima. Es decir, aquel
hombre fue consciente, al principio de una manera oscura, pero luego con gran definición, de una enorme
coincidencia, una relación, un paralelismo entre el rostro de la fotografía y el nombre del tablón. Uno
estaba desfigurado, el otro describía una desfiguración. El pensamiento se adueñó de él y le sacudió.
Transformó el rostro que su imaginación había creado tras la tapa del ataúd; el contraste se convirtió en
parecido; el parecido en identidad. Recordando las numerosas descripciones de la apariencia personal de
Scarry, que había oído en las murmuraciones de los fuegos de campamento, intentó recordar, sin
demasiado éxito, la naturaleza exacta de la desfiguración por la que la mujer había recibido ese feo
apodo; y lo que faltaba en su memoria lo proporcionaba la imaginación, llenándolo con la validez de la
convicción. En el intento enloquecedor de recordar algunas partes de la historia de esa mujer, que había
oído, los músculos de los brazos y las manos se contrajeron con una tensión dolorosa, como si se
estuviera esforzando para levantar un gran peso. El esfuerzo hacía temblar y retorcerse su cuerpo. Los
tendones de su cuello estaban tan tensos como una tralla, y empezó a respirar a boqueadas breves y
potentes. La catástrofe no podía retrasarse ya demasiado si no quería que la agonía de la anticipación no
dejara nada por hacer al golpe de gracia de la verificación. El rostro cicatrizado que había tras la tapa le
mataría a través de la madera.