Lo que no añadió el señor Porfer fue que esa cuerda quizás fuera la misma de cuyo fatal abrazo había
escapado su cuello por tan poco que si hubiera tardado una hora más en salir de esa región habría muerto.
Andando despacio junto al torrente hasta un punto conveniente para cruzarlo, el grupo encontró el
esqueleto de un animal atado a una estaca, que el señor Porfer, tras examinarlo debidamente, afirmó era el
de un asno. Las orejas que lo distinguían habían desaparecido, pero una gran parte de la cabeza no
comestible había sido perdonada por alimañas y pájaros, además la resistente brida de pelo de caballo
estaba intacta, lo mismo que la cuerda de un material similar que lo ataba a una estaca firmemente
hundida todavía en la tierra. A su lado estaban los elementos metálicos y de madera de un equipo de
minero. Hicieron los comentarios habituales, cínicos por parte de los hombres y sentimentales y refinados
por la de las damas. Un momento más tarde se encontraron junto al árbol del cementerio y el señor Porfer
se deshizo de su dignidad lo suficiente como para colocarse bajo la cuerda podrida y enlazarla
confiadamente alrededor de su cuello, lo que por lo visto pareció satisfacerle mucho a él, pero causó un
gran horror a su esposa, que sufrió un pequeño ataque con la representación.
La exclamación de un miembro del grupo los reunió a todos junto a una tumba abierta, en cuyo fondo
vieron una confusa masa de huesos humanos y los restos rotos de un ataúd. Los coyotes y las águilas
ratoneras habían ejecutado los últimos y tristes ritos por lo que se refería a todo lo demás. Vieron dos
cráneos, y para investigar esta repetición bastante inusual, uno de los hombres jóvenes tuvo la audacia de
introducirse de un salto en la tumba y pasárselos a uno de los que estaba arriba antes de que la señora
Porfer pudiera dar a conocer su desaprobación a ese acto tan sorprendente, aunque lo hiciera con
considerable sentimiento y con palabras muy selectas. Al proseguir su búsqueda de los restos en el fondo
de la tumba, el joven entregó una placa de ataúd oxidada con una inscripción toscamente hecha que, con
dificultad, el señor Porfer descifró y leyó en voz alta con un serio intento, no totalmente desprovisto de
éxito, de obtener el efecto dramático que consideraba adecuado a la ocasión y a su capacidad retórica:
MANUELITA MURPHY
NACIDA EN LA MISIÓN SAN PEDRO; MUERTA EN HURDY-GURDY
A LOS CUARENTA Y SIETE AÑOS
EL INFIERNO ESTÁ LLENO DE GENTE ASÍ
Como deferencia a la piedad del lector y a los nervios del fastidioso grupo de ambos sexos que
comparten los nervios de la señora Porfer, no nos referiremos a la dolorosa impresión producida por esa
inusual inscripción, salvo para decir que la capacidad de elocuencia del señor Porfer no había encontrado
nunca antes un reconocimiento tan espontáneo y abrumador.