El siguiente objeto que recompensó al necrófago de la tumba fue una maraña larga de cabellos negros
manchados de barro: pero recibió poca atención porque rompió el ambiente anterior. De pronto, con una
breve exclamación y un gesto de excitación, el joven desenterró un fragmento de roca grisácea y, tras
inspeccionarlo presurosamente, se lo entregó al señor Porfer. Cuando la luz del sol cayó sobre él lanzó unos destellos amarillos: estaba recubierto de puntos brillantes. El señor Porfer lo cogió, inclinó la cabeza
sobre él un momento y lo arrojó descuidadamente con un solo comentario:
—Piritas de hierro: el oro del loco.
El joven del descubrimiento quedó por lo visto un poco desconcertado.
Entretanto la señora Porfer, incapaz de soportar ya aquel desagradable asunto, había vuelto junto al
árbol y se había sentado sobre sus raíces. Mientras se arreglaba de nuevo una trenza de dorados cabellos
que se había salido de su lugar, atrajo su atención lo que parecía ser, y era realmente, un fragmento de un
abrigo viejo. Mirando a su alrededor para asegurarse de que un acto tan impropio de una dama no fuera
observado, metió la enjoyada mano en el bolsillo delantero que estaba a la vista y sacó una cajita mohosa.
Sus contenidos eran los siguientes:
Un puñado de cartas en cuyo matasellos figuraba «Elizabethtown, New jersey».
Un rizo de cabello rubio atado con una cinta. Una fotografía de una hermosa joven.
Otra de la misma, pero singularmente desfigurada. Un nombre en el dorso de la fotografía: «Jefferson
Doman».
Unos momentos después, un grupo de ansiosos caballeros rodeaba a la señora Porfer mientras seguía
sentada e inmóvil al pie del árbol, con la cabeza caída hacia adelante, aferrando con los dedos una
fotografía aplastada. Su marido le levantó la cabeza, descubriendo un rostro fantasmalmente blanco salvo
la larga cicatriz, conocida por todos sus amigos, que ningún arte podía ocultar, y que atravesaba ahora la
palidez de su semblante como una maldición visible.
Mary Matthews Porfer tenía la mala suerte de estar muerta.