Tesoro de cuentos olvidados

Laberinto del ser

El Valle de Bruma siempre había parecido un lugar detenido en el tiempo. Entre montañas altas y cubiertas de niebla, se extendía como un cuadro pintado en tonos plateados y verdes. El sol apenas lograba filtrarse en mañanas pálidas, y las noches eran tan oscuras que las estrellas parecían colgarse muy cerca del suelo. Allí la magia se escondía en cada rincón: en el río que murmuraba canciones antiguas, en los árboles que florecían en pleno invierno, en las piedras que, al ser golpeadas, emitían ecos parecidos a campanas. Y aun así, los habitantes del valle fingían que nada de eso existía.

Nadie quería hablar de magia, salvo para susurrar advertencias. La temían, la rechazaban, como si fuese un secreto vergonzoso. Y, sin embargo, todos sabían que en la colina del este vivía una mujer que la llevaba en la sangre: Eira, la última bruja del valle.

En su casa de madera, con muros cubiertos de enredaderas y ventanas que olían a hierbas secas, creció Aeryn, su nieta. La muchacha había heredado los ojos grises de su abuela, pero su carácter era distinto: donde Eira era serena y enigmática, Aeryn era curiosa, impulsiva y a menudo insegura. Tenía apenas quince años, y ya arrastraba la certeza de que era diferente. No diferente como cuando alguien tiene un talento especial, sino diferente como cuando no encaja en ningún sitio.

La primera vez que su magia se manifestó, tenía seis años. Lloraba sola en su habitación porque extrañaba a sus padres, que habían muerto en un incendio. De pronto, el techo se iluminó con docenas de estrellas fugaces que no desaparecieron hasta el amanecer. Desde entonces, cosas extrañas la acompañaban: velas que se encendían solas, cristales que se empañaban con su tristeza, objetos que se quebraban cuando estaba furiosa.

"Tu magia está ligada a tu alma", solía decirle su abuela. "Y un alma fuerte siempre da miedo a quienes no saben mirarla."

Pero Aeryn no encontraba consuelo en esas palabras. ¿De qué servía una magia que la convertía en un monstruo a los ojos de los demás?

En el pueblo, los niños no jugaban con ella. Algunos la llamaban "la rara", otros simplemente la ignoraban. La joven trataba de convencerse de que no le importaba, pero cada rechazo era una espina que se clavaba más hondo. En el fondo, lo único que quería era pertenecer, reír en la plaza, compartir secretos en voz baja, bailar bajo las luces del festival de verano. Pero cuanto más lo deseaba, más imposible parecía.

Ese día, la discusión con su abuela fue más fuerte que nunca.
—No puedes seguir escondiéndote —dijo Eira, con la voz grave que usaba cuando algo era definitivo.

—¡No quiero esta magia! —gritó Aeryn, con las mejillas enrojecidas por la rabia—. No quiero ser como tú, sola, temida por todos.

La bruja suspiró, y en sus ojos se mezclaron la paciencia y la tristeza.

—No entiendes ahora... pero llegará el día en que tu magia te reclame. Y cuando ese día llegue, deberás enfrentarte a ti misma.

Aeryn sintió que le ardía el pecho. No soportaba más advertencias, ni consejos, ni esa sensación de que su vida estaba marcada por un destino que ella no había elegido. Sin pensarlo, tomó su capa azul y salió corriendo. Atravesó la loma, bajó por los senderos de hierba húmeda y, casi sin darse cuenta, llegó al borde del Bosque Viejo.

El Bosque Viejo era un lugar del que todos hablaban con miedo. Sus árboles eran tan altos que parecía que sostenían el cielo, y sus raíces, gruesas como serpientes, salían de la tierra como si quisieran atrapar a los intrusos. Se decía que quien entraba allí nunca regresaba igual. Algunos desaparecían, otros volvían con la mirada vacía.

Aeryn lo sabía, pero en ese instante no le importó. El aire olía a hojas húmedas y a misterio. Sus pasos resonaban en un silencio extraño, apenas roto por el crujido de las ramas. Cuanto más avanzaba, más sentía que el bosque la observaba.

De pronto, encontró piedras cubiertas de musgo con runas brillantes. Parecían marcar un sendero secreto. Lo siguió, sin entender por qué, hasta un claro en el que el suelo brillaba como si estuviera hecho de cristal líquido. Y allí lo vio: un arco de luz flotando en el aire. No era sólido ni de piedra, sino un círculo palpitante, vivo, que destellaba como el corazón de una estrella.

El miedo le erizó la piel, pero algo dentro de ella —esa parte que siempre había anhelado más— la empujó hacia adelante. Dio un paso. El mundo se quebró en mil fragmentos.

Sintió que caía, pero no hacia abajo, sino hacia dentro. El suelo desapareció y fue recibida por un pasillo de cristal líquido. Las paredes reflejaban no solo su cuerpo, sino sus emociones, sus recuerdos, sus miedos. El aire vibraba como un suspiro inmenso.

Aeryn había entrado en el Laberinto.

Las paredes brillaban como agua detenida. A cada lado aparecían escenas de su vida: su madre peinándola, su abuela contándole historias, los niños del pueblo riéndose de ella. Cada recuerdo era tan real que podía sentirlo.

De pronto, un movimiento llamó su atención. Un ciervo blanco, con alas de mariposa y ojos humanos, apareció frente a ella. Su presencia irradiaba calma, pero también imponía respeto.

—¿Quién eres? —preguntó, con voz profunda.—Soy... Aeryn —respondió ella, insegura.El ciervo inclinó la cabeza.—Aquí, quienes no saben quiénes son se pierden para siempre.Antes de que pudiera responder, el animal desapareció como humo.De una de las paredes emergió su propio reflejo, pero distinto: más alto, con la mirada segura, sonriendo con arrogancia.—¿Por qué finges que no te importa? —preguntó esa otra Aeryn.—Porque si lo acepto... dolería demasiado —susurró la verdadera.El reflejo rio.—Tu dolor es lo único que te hace fuerte.El espejo estalló en fragmentos de luz, y el pasillo se abrió hacia otro lugar.



#4924 en Otros
#1307 en Relatos cortos

En el texto hay: fantasia, romanace, cuentos variados

Editado: 24.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.