Los actos pequeños, a veces llevan a consecuencias muy grandes.
La alegría vino después del acto, un acto efímero y controversial, hipócrita y sumiso, agradable e infeliz.
¡Amor mío!
Viniste del lugar equivocado, donde nacen los sueños, donde el justo es feliz y el infeliz es marginado.
Corazón mío ¿Por qué me has abandonado? Despreciaste un amor real, tonto amor mío que fluye por ti y llora por ti.
Sincero, eterno y gris.
No quería seguir buscando respuestas, no porque estuviera cansado, sino porque temía que no fuesen lo que quería escuchar y no sabría qué hacer entonces. Giró la daga en su mano, la alzó, contuvo el aliento para no sentir nada y se la enterró en el pecho tan profundo como pudo. Antes de poder reaccionar al dolor, la sacó y la enterró una segunda vez y una tercera vez. Justo entonces dejó escapar el aire y la daga se le deslizó entre los dedos. No sintió el verdadero dolor hasta ese momento, no podía mover los brazos, comenzó a temblar y perdió la fuerza en las manos.
Podía ver la cálida mancha de sangre crecer sobre su pecho. Dejó caer la cabeza y solo cerró los ojos. No podía contener las lágrimas, pero tampoco tenía ganas de hacerlo. Comenzó a sentir el cuerpo frío y por primera vez, sintió la verdadera fuerza de su corazón al latir, negándose a morir. Estaba convencido de que perdería la batalla y lo habría hecho, si Larissa no hubiese subido enojada después de discutir con Guillermo. La mujer aterrada dejó escapar un grito, lo sujetó con todas sus fuerzas y trató de contener la sangre con sus manos y la falda de su vestido, mientras llamaba a Guillermo a gritos.
Al ver aquello, movido por el pánico, Guillermo apeló a la única idea que se le ocurrió. Levantó a Santiago en brazos y se lo llevó a la cocina tan rápido como pudo. Sacó su espada, su daga y las colocó en el fuego. Le rasgó la camisa, lo amordazó con uno de los trozos y usó otro para contener la hemorragia. Calentó las armas tanto como pudo y al estar seguro de que era suficiente y que no podía esperar más, sujetó a Santiago con todas sus fuerzas, tomó la espada y la colocó sobre la primera de las heridas, enterrándola de tal forma, que alcanzara a cauterizarla lo más profundo posible sin empeorarla.
A causa del intenso dolor, Santiago reaccionó soltando un grito que quedó ahogado en la mordaza y arqueó la espalda con tal fuerza, que casi provoca que su padre lo atraviese con la espada. Por fortuna, Guillermo no era tonto y retiró el arma en el momento preciso. Continuó con las otras dos heridas y solo se detuvo al estar seguro de que la sangre dejó de fluir. Intentó hacerlo reaccionar, pero fue inútil. Sin embargo, estaba aliviado, pues no tenía dudas de que continuaba con vida, a un pie de la muerte, pero vivo. Hizo llamar a un médico mientras subía a Santiago al cuarto, donde Larissa lo esperaba angustiada.
Lo dejó en la cama e hizo pasar al galeno para que lo revisara. Después de que el hombre le aseguró que estaba fuera de peligro y que solo debía esperar, lo despidió.
—¿Qué fue lo que le sucedió? —preguntó Larissa sentada en la cama, sujetando con fuerza la mano de Santiago.
—Se volvió más estúpido que antes —respondió Guillermo tratando de disfrazar con enojo el miedo que apenas lo dejaba respirar.
—¿Dices que él mismo lo hizo? —interrogó volviéndose a mirarlo enojada.
—¿Y quién más?
—Mi hijo no se lastimaría así, Guillermo —respondió furiosa, conteniendo el aliento.
—No había nadie más aquí —dijo tratando entender, pues él tampoco quería creerlo—. No pudieron subir por la ventana.
—Quizás escapó —comentó mirando hacia el balcón.
—Dejemos que despierte y le preguntamos —dijo colocándole la mano sobre el hombro—. Ruégale a quien desees para que se salve.
—¿Acaso le sucede algo malo a mi niño? —preguntó apretando su mano con fuerza.
—Deja de tratarlo como a un bebé, Larissa —le pidió Guillermo con calma para no enojarla—. Él estará bien, ya verás que sí.
Larissa permaneció a su lado, cenó en la habitación y durmió allí. Santiago despertó en la mañana y no podía moverse porque la piel le ardía. Dejó escapar un quejido que llamó la atención de su madre, haciéndola sentarse de un salto.
—¿Santiago? Hijo, ¿estás bien? —interrogó, angustiada pero feliz.
—¿Mamá? —Santiago se sentía confundido.
—¿Por qué hiciste esto, Santiago? —preguntó en un grito sin poder contener el llanto—. ¿Acaso estás loco, hijito?
—Lo lamento, mamá, yo no…
—No te preocupes por nada, mi amor —dijo conteniendo el aliento para calmarse—. Te aseguro que cualquier cosa que te llevará a esto, lo podremos resolver —aseguró acariciándole el rostro—. Solo necesitas contarme lo que es.
—No, mamá —susurró volviendo la mirada—. Esto es más grande que nosotros. Esto no se resolverá solo con quererlo.
—¿Acaso has hecho algo malo? —interrogó asustada.
—No, pero no falta mucho para que termine por causarle una humillación a mi padre —confesó con un nudo en la garganta, molesto y avergonzado.
Editado: 28.02.2022