LILIAN KANE
El cementerio está en completo silencio y los primeros rayos de la mañana empiezan a asomarse por encima las copas de los altos pinos. El día me ha alcanzado sin darme cuenta y siento un sentimiento repentino de huir.
Visitar la tumba de mi hija nunca ha sido fácil y menos cuando se acerca la Navidad. Sacudo la cabeza deshaciéndome del rumbo que comienzan a tomar mis pensamientos y me aparto el pelo rojo como el fuego del rostro antes de darme la vuelta y despedirme de mi querida hija.
Miro el reloj de muñeca que me regaló mi abuelo antes de morir y me doy cuenta que llego tarde al trabajo. Mierda, otra vez no.
El trafico de la E13 a esta horas de la mañana es alucinante y mi seiscientos no corre a más de cien quilómetros por hora. ¿Por qué tengo que seguir trabajando en esa condenada comisaría cerca de Londres? Hace tiempo que lo quiero dejar, pero no encuentro el coraje. Hoy será el día. Hoy voy a presentar mi renuncia y vivir en paz. Tengo el dinero suficiente para hacerlo.
En los años sesenta los detectives privados ganamos lo suficiente como para llevar una vida cómoda al cabo de unos años. Con un ruidoso estruendo, llego a la comisaría y apago el motor. Debería cambiar el aceite del coche, pero no tengo ganas.
Saludo al portero con un escueto asentimiento de cabeza y me encamino al ascensor sin devolverle la sonrisa. Lleva trabajando diez años en el mismo sitio, ya debería saber que yo nunca le devuelvo el gesto.
A diferencia de cualquier otro día, la oficina está revolucionada y patas arriba. Nadie está en sus respectivos cúbicos y los que sí están, chillan de una punta a otra con el teléfono de cable en una mano y fajos de billetes en la otra
—Mierda Lilian, ¿dónde cojones te habías metido?—se queja mi obeso jefe acercándose a mí sacando humo por las orejas.
—He tenido que hacer una visita.—me limito a responder, cortante y sin molestarme en dar más explicaciones.
Clift sabe que es mejor no presionarme si no quiero hablar y si me despide por ello, me da igual. Me ahora el marrón de hacerlo yo.
—Pues espero que hayas sido a casa de los Donovan y no al cementerio.—sopla mordaz por esa boca arrugada por el paso de la edad—Aunque no hay mucha diferencia.—farfulla esto último mirando con el ceño fruncido a uno de los grandes paneles colgados a la pared del fondo.
Es entonces cuando reparo en algunos fragmentos de conversaciones susurradas y palabras sueltas que aparentemente no tienen sentido alguno.
—¿Que está pasando?—inquiero suspicaz cruzándome de brazos.
La oficina raramente tiene tanta actividad. Normalmente la mayoría de empleados son funcionarios que no se dignan a aparecer hasta pasadas las diez de la mañana.
Y es que en Bath, ¿qué puede pasar? Es un pueblo tan tranquilo que podemos irnos al bar de enfrente y beber mientras jugamos a cartas que cuando volvemos para apagar las luces, no hay ni una llamada.
—Han asesinado a la hija de los Donovan. —comunica con un peculiar entusiasmo en su voz y la agitación de algo emocionante en los ojos.—Harriet Donovan. ¿Los conoces?—alza una gruesa y oscura ceja en mi dirección al percibir mi súbita reacción.
—Es un pueblo, no es difícil conocer a tus vecinos.—replico con aparente indiferencia, pero ya he cometido el desliz y Clift lo ha notado. Puede que sea un gruñón obeso con una obsesión insana por las hamburguesas americanas, pero no es imbécil.
Antes de trabajar como detective privada, estuve haciendo turnos en una penitencia psiquiátrica, fue ahí donde había visto a la niña alguna vez. Aunque nunca le presté atención.
Clift vuelve a entrecerrar los ojos en mi dirección. Sabe que escondo algo, pero, de nuevo, decide no indagar. Por el momento, y se lo agradezco.
—Genial, serás tú la que lleve su caso.—finaliza soltando un pesado suspiro pasándome un montón de papeles sin ordenar y me quedo petrificada.
—¿Cómo?
—Y date prisa, los médicos forenses ya están en su casa recogiendo las pruebas pertinentes.—empieza andar sin impórtale que me esté rompiendo las muñecas intentando hacer malabares para que no se me caiga todo de las manos.—Ve antes de que ensucien más la escena, no me fío ni un pelo de esa gente.—farfulla pegándole un gran bocado a la gran hamburguesa con exceso de queso de su mesa.
Que asco.
—¿Estaba en su casa cuando ha muerto?—indago pasando por alto lo asqueroso que es verle comer de esa forma y sin salir de mi estupor.
—Eso parece, aún así necesito a alguien bueno y de confianza para hacerse cargo de esta investigación. Esa eres tú y lo sabes.—declara dándome la espalda sin oportunidad a rebatírselo.—¡No la cagues!—exclama antes de cerrar la puerta de su despacho personal de un portazo.
Debería haberme negado. No sé por qué no renuncio ahora. No sé qué me empuja a los brazos de la muerte. Hay algo en ella que siempre me ha llamado la atención. Puede ser la manera en la que actúa o en la gente que decide posar su garra mortal.
Sea como sea, la muerte ha vuelto a llamar a mi puerta y estoy dispuesta a dejarla entrar.
—¡Jones! ¡Carter!—chillo a mis comandantes de confianza poniéndome de nuevo el grueso abrigo de lana.—Conmigo. Nos vamos de paseo.
***
Cuando llego a la casa en concreto, los periodistas y reporteros ya están tomando fotos de la escena con sus grandes cámaras. Es como si quisieran engullir cada uno de los puntos por los que esa niña pisó antes de la tragedia.
Mientras empujo para hacerme paso a la escena, hay algunos que incluso se atreven a acercarse demasiado a las cintas amarillas y tienen que ser mis compañeros los que los tengan que de volver a su sitio. Fuera. Lejos de esta desgracia.
¿Qué nos hace tan inhumanos? ¿Por qué estas cosas nos producen tanto morbo? Somos los primeros y alzar la bandera a favor de los derechos humanos, pero cuando alguien muere nos falta el tiempo para ir y grabarlo todo para sacar nuestras propias conclusiones. Normalmente erróneas.