Testigo Criminal

CAPÍTULO 4

ELIAS DANKWORTH

Desde hace dos días que no puedo dormir bien y la imagen de la dulce Harriet aparece en mis sueños. Muerta. Siempre es la misma pesadilla; ella entrando en casa como cualquier otro día, ella tomando un frasco de pastillas y tumbándose en la cama para no después jamás.

He intentado contactar varias veces con mi hermana Isabella, pero no atiende. Lo más probable es que haya dejado la casa y esté dando clase. Al menos la veré esta tarde en la antigua casa familiar. Desde que murió mamá y nuestro pequeño hermano Harold se fue, nada ha sido lo mismo.

Nunca he entendido la pasión que ha sentido mi hermana por ser profesora. Me acuerdo que cuando éramos niños no podía ni ver a Harold, siempre se estaban peleando por una cosa u otra y tenía que ser yo el que interviniera si no quería que se molieran a golpes. 

—Hijo, ¿te encuentras bien?—mi padre chasquea los dedos frente a mis ojos y salgo de mi ensimismamiento parpadeando varias veces.—Te ves algo pálido y he estado hablándote por cinco minutos.—ríe con el ceño ligeramente fruncido dándole un sorbo al café.

Mi madre siempre ha sido de los típicos hombres que no son personas si no tienen su periódico y su café de buena mañana en el escritorio de su despacho.

—Sí, sí, estoy bien.—me vuelvo a incorporar en la silla negando con la cabeza para quitarme esos tristes pensamientos que tanto rondan por mi cabeza.—¿Sabes cuando vendrá Bella?—pregunto para cambiar de tema, refiriéndome a mi hermana de un modo cariñoso y veo mi padre sonreír a través de la fumarada que le cubre parte de la cara.

El notable humo de los puros que ya se ha fumado impregna el aire que respiro y con cada bocanada que doy, siento que partículas de amargor se cuelan en mi interior y van haciendo mella.

Desde que mamá murió, volvió a fumar mucho más. A mí no me gusta, pero Isabella dice que le trae buenos recuerdos.

—Se supone que termina de trabajar a las tres y llegará para el turno de las cuatro.—dice para sí mirando su pequeño reloj de oro de bolsillo.—Dile a tu hermana que de tanto trabajar en dos sitios a la vez le va a dar un patatús. A mí no me escucha.

—Padre, Isabella no escucha a nadie.—bromeo elevando una ceja y los dos reímos de tanta verdad. De nuevo, nos fundimos en un aparente tranquilo silencio.

Digo aparente porque este espacio en el que las palabras sobran, mi mente vuelve a tomar el turbulento rumbo hasta Harriet y su voz me persigue. Quería hablar con mi hermana ya que ella también la conocía del colegio, pero no he podido.

—Padre,—empiezo algo inseguro llamando su atención, pero se limita ha mover la cabeza en señal que está escuchando sin levantar la vista.—me gustaría ausentarme unas horas. Hay algo que quiero hacer y es de suma importancia.

Mi perdición le es del todo inesperada y, tras observarme con los ojos bien abiertos por unos segundos, se le empieza formar un lenta y perezosa sonrisa. ¿Qué he dicho?

—Tú lo que quieres es salir con esa muchacha de la segunda planta que se te ha estado insinuando.—afirma rascándose la barbilla, pensativo y con los ojos brillantes.

—Eh...y-yo,—no puedo decirle la verdad. Ni muerto le confieso mi secreto y verlo tan contento con esa expresión que no veía desde la muerte de mamá, me produce un cierto malestar en el estómago ser el que le rompa la ilusión.—Esto...sí. Quería invitarla a tomar algo y he pensado que hoy sería una buena idea ya que no hay mucho trabajo.—la mentira brota de mi interior como agua y me sabe mal mentirle, pero me obligo a tragar la espina que me atraviesa la garganta.

—¡Pero, por supuesto! Y no te preocupes por el trabajo, puedo obligar a otro ha hacer el trabajo.—desdeña haciendo un gesto con la mano y me acompaña hasta la puerta con un brazo sobre mis hombros.—Siempre y cuando no tardes mucho en vestirla de blanco.—me advierte guiñándome un ojo. Gracias padre, ahora me siento peor.

Estoy tentado a confesarlo todo. Que no, que es mentira, que me voy al psiquiatra porque...porque...no, no puedo hacerlo.

—¡Jack!—nos sobresalta una peculiar voz femenina.—Digo...señor Dankworth.—se apresura a corregirse una mujer menuda cuando ve que mi padre no se encuentra solo.—¿Podría hablar con usted?

Es la misma mujer que lo interrumpió el otro día. Sus rizos rubios están recogidos en un elegante moño bajo y sus suaves ondas le caen con gracia sobre sus mejillas de porcelana. Es menuda, no debe llegar al metro sesenta y cinco. Su cuerpo también es menuedo, por eso contrasta mucho con sus voluminosas curvas.

Por el rabillo del ojo, vislumbro a mi padre cuadrándose disimuladamente de hombros a aclarándose la voz antes de hablar.

—Claro, Daisy. Dame un segundo.—le sonríe cálido antes de dirigiéndose a mí tratando de adoptar su habitual pose paternal y formal, pero sus anteriores actitudes no me han pasado por alto.—Hagas lo que hagas, acuérdate. Respeta su voluntad.—me palmea las mejillas y, tras ofrecerme su última media sonrisa, se adentra al despacho seguido por la rubia llamada Daisy alisándose el simple vestido azul.

Negando con la cabeza y recolocándose la americana, bajo hasta la segunda planta y me encamino hacia su escritorio. Está tan concentrada transcribiendo algo en la máquina de escribir, que solo se le puede ver parte de su negro pelo.

Estoy nervioso, muy nervioso y no son de esos nervios agradables de un enamorada. No, yo no estoy enamorado de ella ni de nadie en particular. Ese tipo de compañías no es para mí.

—Bethany, ¿verdad?—llamo su atención a modo de saludo. No se me ocurre nada mejor.

Cuando la muchacha oye mi voz, levanta abruptamente la cabeza y casi se le cae el lápiz que estaba mordisqueando. Me mira con la boca y ojos abiertos, de manera que puedo darme cuenta de lo oscuros que son también. Como su cabello.

—S-sí.—tartamudea y al darse cuenta de su embobamiento, carraspea y sacude la cabeza rápidamente.—¿Necesita algo, señorito Dankworth?—su voz le sale algo pastelosa y cuando se percata, cierra los ojos y aprieta los labios. Me causa gracia y ternura a la vez.




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