Testigo De Un Criminal

CAPÍTULO 2 (Parte 2)

Institución Correccional de Columbia, Dallas-Texas.

Era la mañana del tres de Junio cuando la agente especial Collins llegó al penal de alta seguridad de Columbia. La mujer arribó sin ningún problema al recinto carcelario, y cuando finalmente uno de los guardias le permitió pasar, ella caminó hasta la sala de visitas, que por seguridad de las personas, el vidrio blindado se utilizaba como una barrera protectora.

Elaine se sentó, mientras jugaba con sus manos aguardó tranquilamente la presencia de su pasado, y cuando este lo hizo, el silencio consumió toda la habitación. Ambos pares de ojos se miraron, ninguno con agrado, y después de que Collins descolgara el auricular del teléfono, la mujer pudo soltar un suspiro. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo comenzaría a narrarle lo que estaba sucediendo? ¿Qué diría Erick si en algún momento ella le preguntaba por él, cómo iba su vida y si estaba bien?

Howard la observó, por el momento no había dicho ni hecho nada más allá de solo respirar. Entonces Elaine comprendió que ya no quedaba absolutamente nada del Dulce Demonio que ella conoció, era como si la infamia misma de la prisión se hubiese devorado el aposento de belleza que era este hombre. Erick tenía tatuajes en los brazos, en el cuello y la sien, y en el brazo derecho, un par de letras que rezaban el nombre de Sara.

Ella le hizo un gesto para que tomara el teléfono.

—Erick —le dijo y trató de controlar su desesperación.

—¿Qué quieres, Elaine? —era curioso escuchar cómo Howard pronunciaba su nombre, pues a diferencia de la real pronunciación, Erick siempre, toda su vida se refirió a ella como Erein.

—Bueno, yo… Ah, ¿cómo, cómo estás?

—Elaine —él se cernió sobre la mesa, tanto que su aliento empañó el cristal—, ¿qué quieres?

—Tienes razón, no tengo tiempo para llenarte de explicaciones. Hace un par de días, me informaron la existencia de una carta.

—Continúa.

—Tenemos la amenaza de un futuro asesino, si es que no ha matado todavía, y para encontrarlo me es muy necesaria la presencia de esa carta.

—¿Y a mí qué? ¿Yo qué tengo que ver en todo eso que me estás diciendo? —se recargó en el respaldo de la silla.

—La carta la tiene tu hermano. Morgan. Erick —continuó—, si Morgan no nos dice en dónde está esa maldita carta, el hombre que buscamos posiblemente quiera recuperarla, y para eso, puede matar a tu familia.

Él no respondió.

—Erick, ¿de verdad vas a perder la causa por la que estás encerrado aquí? Por ellos asesinaste a Brandle, no dejes que...

—Cállate —gruñó—. No necesito que vengas a manipularme.

—Erick, yo sé todo el odio que me guardas, pero te pido que lo consideres y nos permitas ayudarlos.

—Elaine, tráeme a Morgan.

El lunes diez de Junio de ese mismo año, un auto policial se estacionó frente a las enormes rejas de la Institución de Columbia. Los policías casi tuvieron que sacar a Morgan arrastrando, pues hasta el último instante, el muchacho se negaba a entrar y tener que enfrentarse a uno de sus mayores miedos, pues desde que Erick fue arrestado, los dos hermanos jamás habían tenido ningún tipo de comunicación. Se desconocían completamente.

En Luisiana se le podían ver a las patrullas y motocicletas vigilar las calles. Los policías vagabundeaban en las avenidas deteniendo sospechosos, interrogándolos y posteriormente liberándoles cuando no encontraban nada que los vinculara al objetivo principal.

—¡SUÉLTENME, NO QUIERO ENTRAR! ¡MAMÁ, NO ME HAGAS HACER ESTO! —Morgan pataleaba, gritaba y maldecía por todos los pasillos mientras dos oficiales de guardia lo llevaban al cuarto en donde más tarde Erick haría su aparición.

—Elaine, ¿estás segura de esto? —su padre se le acercó.

—Esto tiene más sentido del que imaginas, Rodrigo. Confía en mí.

—Confío en ti hija, pero me preocupa lo que pueda suceder ahí dentro.

Entonces un silencio acongojó a todos los presentes. Dentro de la habitación había alrededor de seis o siete guardias. Martha Susan y Michelle Stefan también estaban ahí, todos listos para actuar en caso de que sucediera un desastre. Las alarmas sonaron, los guardias se comunicaban por la radio, y entonces a uno de los oficiales se le escuchó recibir un mensaje que decía:

—El recluso va para allá.

Las luces titilaron, la enorme puerta de acero se abrió y su eco reverberó por todo el lugar. Finalmente, un agraciado hombre, robusto y todavía con pequeños vestigios de su antigua belleza, apareció siendo custodiado por dos o tres policías.

Todos permanecieron en silencio.

—Erick —Jadela comenzó a llorar. La mujer deseaba levantarse, correr y abrazarlo, hacía años que no lo tocaba, pero ese día, su prudencia estaba primero.

Morgan se levantó, estaba claro que ninguno de los oficiales ahí presentes le quitarían los ojos de encima al recluso, por lo que, a la primera intención del muchacho por acercarse a su hermano, los hombres apretaron con fuerza las manos, las cadenas y la ropa de Erick.




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