Testigo De Un Criminal

CAPÍTULO 20 (Parte 5)

Ya sé, anticipo lo que muy seguramente se estarán comentando entre ustedes, sus susurros, sus teorías y los matices grises que quieren colocar sobre mí. ¡Y háganlo! Háganlo porque me lo merezco. Hoy más que ningún otro día siento merecer el juicio que posiblemente han dejado caer sobre mis hombros, sobre mi tortura y animadversión. El plan parecía idílico, perfecto, algo que rompería todos mis cuestionamientos que hasta este momento trataban de sabotear mi necesidad innata de matar. Ella era solo una niña. ¿Quién, qué desalmado se atrevería a lastimar esas mejillas rosadas y pecas regadas de corderita asustada?

Ese tipo de cuerpo se hubiera visto encantador con un vestido de Muñeca Barriguita, y hubiese sido perfecto si a un grupo de verdaderos idiotas no se les hubiese ocurrido utilizar a un mastodonte para violentar mi espacio.

Corrió desesperada, le di la oportunidad de escapar, de alejarse lo más que pudiera mientras, y solo tal vez, yo lograba recapacitar y perdonarle la vida. ¿Se imaginan lo que los periódicos habrían dicho sobre eso? La única sobreviviente. La joven Keisi Di Lucas ha escapado del Artífice de Muñecas. Seguramente su vida habría quedado marcada de una u otra forma después de eso, pero al menos tendría la anécdota para compartir. Desgraciadamente fui más rápido que ella. He escuchado que le gustan los detalles sórdidos, así que ahí le vienen algunos. La arrinconé en la cegada oscuridad de un callejón y después le dije: Las niñas buenas saben cuándo cerrar la boca.

Pero que va, la señorita Di Lucas no tiene nada de blanca palomilla. ¡Nada! Pueden creer que la encontré envuelta entre los brazos de un asqueroso indigente, seguramente un pandillero de mala muerte, el cual no me queda más que suponer que se hace llamar su novio, Adorada Kei, tal vez para él, o lo que sea, pero esas escenas tan burdas en la calle no son correctas. Las niñas buenas se portan bien. Yo le enseñé a Keisi Di Lucas que no debe engañar a sus papás.

Al final, a la perra ingrata no le quedó más que pedirme una disculpa afirmando que no volvería a suceder. Sí, creo que después de todo, no podrá volver a suceder.

 

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—No hay duda, por la firma se puede confirmar que proviene del Artífice.

—Artífice —Rodrigo volvió a repetir la palabra. La saboreó tratando de encontrar su significado, pero solo pudo hallar: Artífice de muerte y dolor.

—Rodrigo, ¿notaste esto? Específicamente esta frase —Manases la copió sobre una hoja en blanco:

“He escuchado que le gustan los detalles sórdidos”

—Esta vez no se dirigió a la policía —Gaby ocupó un lugar entre ellos.

—No. Se dirigió a mí.

Pero, más allá de pensar que si el remitente se dirigía a él en aquel escrito o no, el agente trataba de recordar, en dónde es que había visto el mismo patrón de la hoja que ahora tenía en frente. Estaba claro que se trataba de un Montablon del año 80, una marca de agendas que rayaban en lo lujoso y económicamente elevado.

—¿En qué piensas, Rodrigo?

—¿No se te hace conocida esa hoja?

—¿Disculpa?

—Piensa Manases, ¿en qué otro lugar habíamos visto esa hoja?

—No me jodas Rodrigo. Un Montablon lo puede tener cualquiera.

—No cualquiera. El Montablon es considerado un material extremadamente caro, más si se utiliza para la fabricación de libretas y agendas.

—¿Qué me quieres decir?

—Que es un lugar que brinda elegancia. ¿Qué profesiones buscan representar elegancia y pulcro?

—Mmmm, no lo sé. ¿Los psicólogos, psiquiatras…? Los doctores.

—¿Y quién es un doctor? —Collins sonrió.

Manases suspiró derrotado.

—No digas más. Yo conduzco.

4

Si bien se puede decir que Las siete Maravillas de Luisiana era como referirse al Harlatory de Crowder, no significaba que el lugar no tuviese ningún bar decente. Había personas que no lo buscaban por ser el centro de prostitución más grande del estado, o por ser la cuna de las drogas, o por ser el corazón de las ilegalidades y broncas, no, también había personas, amigos más que nada que buscaban pasar un buen rato, sentados conversando o bailando mientras terminaban alguna botella de alcohol.

Dante y Volker se hallaban en una mesa de esos bares. Los dos hombres se habían sentado uno frente al otro, y Volker trató de ignorar el nudo de sentimientos que comenzaba a formarse en la garganta de su compañero. Porque ojo, es importante aclarar que Dante sí tenía sentimientos. Lamentablemente muchos de ellos habían sido cubiertos por la infame manta de la manipulación y el auto sabotaje. Volker se había encargado de hacerle creer que todos esos asesinatos estaban bien, que no había nada de malo en ello y que nada malo iba a pasarles. Había minimizado la realidad. Qué no nos esperaríamos de un peligroso psicópata en potencia que supo hacerse con la mente de un joven hundido en el sendero más oscuro de la sumisión.




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