El vecindario de Northill era conocido por su tranquilidad, un lugar donde las familias de clase media vivían en armonía y disfrutaban de un ambiente seguro. Entre sus residentes estaba Martha, una mujer que, tras jubilarse, había encontrado un nuevo ritmo de vida. Con sus hijos mayores ya casados, solo compartía la casa con su hija menor, su yerno, y su nieto de 13 años. Pero últimamente, la paz que siempre había sentido comenzó a desvanecerse junto con su sueño.
El insomnio la había atrapado en su propio hogar, y las noches, antes tranquilas, se volvieron una tortura. Caminaba por su habitación, y la oscuridad de la noche se extendía ante ella como un manto pesado. Intentó de todo para dormir: tés, pastillas, meditaciones, pero nada servía. Sus ojos se cerraban por breves instantes, pero despertaba con una sensación de inquietud que le dejaba un nudo en el pecho.
Una de esas noches, el sueño finalmente la venció, pero fue un descanso cruel. En su mente se desplegó una pesadilla nítida y aterradora: veía a una mujer de largos cabellos rojizos, corriendo a través de un parque oscuro, como si algo la persiguiera. La respiración de la mujer era desesperada, sus pasos resonaban contra la tierra húmeda, y el latido de su corazón parecía retumbar en el aire. De repente, tropezó, cayendo al suelo. Sus manos se hundieron en la tierra fría mientras trataba de arrastrarse lejos de una sombra oscura que la seguía, una forma que se estiraba y distorsionaba entre los árboles.
La mujer de cabello rojo estaba allí, tirada, su rostro surcado por lágrimas y su voz rota. La sombra la alcanzó en un instante, su presencia envolviéndola como un frío que se filtraba hasta los huesos. Era alta y amorfa, y sus ojos brillaban con un destello rojizo que parecía arder desde las profundidades de un abismo. Sonrió, dejando entrever unos colmillos largos y afilados, la promesa de un hambre insaciable. La mujer pelirroja retrocedió, pero tropezó con el suelo húmedo, y sus palabras se quebraron en su garganta:
—Por favor... por favor... no quiero...
La sombra se inclinó hacia ella, su rostro apenas visible en la penumbra. Cada palabra que susurraba cortaba el aire como un cuchillo helado:
—¿Sabes que cometiste un error?
El tono de su voz resonaba en la oscuridad, cargado de un desprecio frío. La mujer, con el rostro empapado en lágrimas, asintió frenéticamente, con el terror marcado en cada rasgo de su rostro pálido. Tartamudeó, buscando la manera de calmar a su verdugo:
—No lo volveré a hacer... no... no lo haré...
La sombra se detuvo, como si la súplica le hubiera complacido. Una mueca torcida se dibujó en su rostro. Comenzó a caminar lentamente alrededor de la mujer, sus pasos eran inaudibles, pero su presencia se sentía como un peso aplastante. La mujer temblaba incontrolablemente, su cuerpo casi inmóvil por el miedo, y el eco de su respiración entrecortada era lo único que rompía el silencio.
La luna apenas lograba colarse entre las ramas de los árboles, proyectando sombras alargadas que convertían el parque en un escenario irreal, como un rincón olvidado del mundo. Las farolas que bordeaban el sendero permanecían apagadas, sin una razón aparente, sumiendo el lugar en una oscuridad profunda que convertía el parque en un espacio espectral, como si la realidad misma hubiera decidido apartarse.
El silencio creció, volviéndose tan denso que la mujer podía escuchar el golpeteo frenético de su propio corazón, como si intentara escapar de su pecho. Ella se atrevió a girar la cabeza, con la esperanza irracional de que la sombra hubiera desaparecido, pero en ese instante sintió un frío agudo en su cuello.
No hubo tiempo para gritar.
Una línea escarlata se dibujó en su piel antes de que el corte se profundizara, abriendo su cuello en dos tajos precisos, como si fueran las páginas de un libro que alguien hubiera decidido arrancar de golpe. La sangre brotó, caliente y espesa, surcando su piel pálida y manchando la tierra a sus pies. El líquido se oscureció en el suelo, absorbiendo la poca luz que quedaba, mientras la sombra observaba sin moverse, como un artista que contempla su obra final.
Los ojos de la mujer se apagaron lentamente, reflejando en el último parpadeo el destello rojo de la sombra que la había sentenciado. El parque, vacío de vida, absorbió el eco de su último aliento, tragándose todo rastro de lo que había ocurrido.
La sombra, satisfecha, se desvaneció en el aire nocturno, como si nunca hubiera estado allí. Las luces de las farolas volvieron a encenderse de repente, parpadeando antes de estabilizarse, y el parque regresó a su silencio habitual, un lugar que ahora guardaba un secreto en la oscuridad. Pero la sombra no se había ido del todo; flotaba entre los árboles, esperando su próxima aparición, su próxima víctima. Y mientras las sombras alargadas se retorcían entre las ramas, un sonido resonó en la brisa helada:
—Aún quedan deudas por pagar...
Martha sintió que su corazón se aceleraba al ver la escena desarrollarse frente a sus ojos, como si estuviera atrapada en una película de terror sin poder hacer nada para cambiar el final. La sangre de la mujer pelirroja empapaba la tierra bajo su cuerpo caído, y la sombra se alzaba sobre ella, envolviéndola en su negrura. Pero en su sueño, el impulso de hacer algo fue más fuerte que el miedo.
Sin pensarlo, Martha intentó dar un paso adelante. Su mano temblorosa se extendió hacia la mujer, buscando alguna forma de sacarla de aquel destino oscuro. Sus pies tropezaron con la maleza del parque, la fría humedad penetró en sus pantuflas, y un escalofrío le recorrió la espalda. Cada paso que daba hacia la figura retorcida de la sombra parecía succionar la fuerza de sus piernas, como si el aire mismo se volviera más denso a su alrededor, casi un líquido que le impedía moverse. Pero Martha no se detuvo; el instinto de ayudar a la desconocida, de salvarla de aquella sombra, la empujó hacia adelante.