— ¡Rápido, el encargado se dio cuenta de que no había nadie que viniera a buscar! Tuve que fingir un desmayo, le dije que necesitaba un medicamento y salió corriendo a buscarlo, pero no tardará en volver. ¡Salgan ahora, antes de que sea demasiado tarde! —, les dijo, con su voz entrecortada por la urgencia.
La tensión en la morgue se disparó. Sebastián miró la camilla donde el cuerpo de Pablo yacía aún a medio mutilar, con la sierra clavada en el hueso que no habían logrado cortar del todo. La sangre coagulada se esparcía en la sábana, mezclándose con el hedor metálico de la muerte. La camilla era un caos, y el tiempo se les acababa.
— ¡No podemos irnos así, no hemos terminado!, dijo Sebastián, apretando los dientes mientras intentaba decidir qué hacer.
Emily, luchando por reprimir su llanto, se tambaleaba, incapaz de ver a su amigo en ese estado. Hugo la tomó del brazo y la sacudió suavemente.
— ¡Tenemos que hacerlo ahora o todo esto habrá sido en vano! —, le urgió.
El miedo y la prisa creaban un nudo en sus gargantas mientras trataban de decidir. Afuera, el sonido de pasos se acercaba cada vez más.
Sebastián empezó a cortar frenéticamente, la sierra rechinando contra el hueso mientras el sudor le corría por la frente y empapaba su rostro pálido. Cada movimiento era desesperado, como si supiera que el tiempo se les agotaba. De repente, el ruido de pasos se detuvo justo fuera de la puerta, y la atmósfera se volvió espesa, opresiva. El sonido de la sierra se apagó, dejando solo el martilleo acelerado de sus corazones en la penumbra.
Hubo un breve, inquietante silencio. Martha, de espaldas a la puerta, levantó una mano temblorosa, y su rostro se transformó en una máscara de puro terror. Sus labios temblaban sin poder formar palabras, hasta que finalmente apuntó con el dedo hacia una esquina oscura de la habitación, sus ojos desorbitados y húmedos.
Los jóvenes siguieron la dirección de su mano con miradas nerviosas, girándose lentamente hacia la esquina que ella señalaba. Pero no había nada allí, solo sombras que parecían moverse con el parpadeo de las luces. Se volvieron de nuevo hacia Martha, confundidos, pero ella seguía inmóvil, con la expresión rígida de quien ha visto algo que no debería existir.
Finalmente, su voz se quebró, apenas un susurro que se deshacía en el aire.
— Él... él... está ahí.
Hugo frunció el ceño, desconcertado. No entendía cómo era posible que solo Martha pudiera verlo. Pero antes de que pudiera hacerle más preguntas, un crujido helado resonó en la habitación, y todos miraron hacia la camilla. El cadáver de Pablo, sin que nadie lo tocara, comenzó a moverse lentamente, como si algo invisible lo arrastrara. El chirrido metálico de las ruedas sobre el suelo reverberó, y un frío inhumano recorrió la sala.
Las luces parpadearon con más violencia, proyectando sombras que se alargaban y retorcían en las paredes. Un susurro gélido, apenas audible, flotó en el aire, pero su amenaza era clara:
— Una deuda no se puede pagar con un deudor.
La tensión estalló en el grito desgarrador de Emily, que rompió el silencio como un cristal que se hace añicos.
— ¡AAAAAAHHHHHH!
Sin pensarlo dos veces, los tres se lanzaron hacia la salida, atropellándose en su pánico, y Martha los siguió de cerca. Corrieron con una ferocidad que solo el terror podía alimentar, sintiendo la presión de algo oscuro y antiguo tras ellos, algo que parecía desear arrastrarlos a la misma oscuridad que había reclamado a sus amigos. Las sombras parecían alargar sus manos espectrales, y cada vez que miraban por el rabillo del ojo, parecía que algo los acechaba desde los rincones más oscuros.
No pararon hasta que sus pulmones ardían y sus piernas amenazaban con rendirse, hasta estar lo suficientemente lejos del hospital, donde la negrura de la noche parecía menos densa. Solo entonces se atrevieron a mirarse unos a otros, con el pánico aún escrito en sus rostros, sabiendo que lo que habían presenciado era el autor de su perdición.
Emily rompió a llorar, su voz se quebraba con cada palabra que escapaba de sus labios temblorosos:
— ¡No quiero hacer esto, ya no quiero hacer esto! Tiene que haber otra forma... algo, lo que sea...
Sebastián, aún jadeando y con las manos manchadas de la sangre coagulada, le respondió con un tono sombrío: — ¿Crees que si hubiera otra forma estaríamos aquí? Ya no hay vuelta atrás...
Martha, con el rostro desencajado por el miedo pero tratando de mantener la compostura, intervino en un tono desesperado por mantener la esperanza:
— Escuchen, tal vez haya otra manera. ¿Y si buscamos otros casos como este? Hay historias de mediums, de exorcistas... tal vez alguien pueda ayudarnos. No se rindan tan pronto, por favor
Hugo, el más valiente y racional de los cuatro, asintió lentamente. A pesar de que el terror lo carcomía por dentro, intentaba pensar con la cabeza fría. — La señora Martha tiene razón. Si no encontramos cadáveres, lo mejor es buscar otra solución antes de que sea demasiado tarde.
Sin embargo, Sebastián apretó los dientes, frustrado.
— ¡Pero no tenemos tiempo! —. Su voz se alzó, — Saben que pasado mañana es viernes... y eso significa que uno de nosotros será el siguiente.
Las palabras de Sebastián cayeron como una sentencia, provocando un escalofrío en todos. Sabían que tenía razón, pero el dilema era desgarrador. ¿Estaban dispuestos a arriesgarse más, a buscar la ayuda de extraños, o a tomar medidas aún más desesperadas? La opción más oscura flotaba en sus mentes, una que ninguno se atrevía a decir en voz alta, pero que se percibía en las miradas asustadas y temblorosas que intercambiaban. No es como si pudieran ir y matar a cualquier persona, ¿o.…si?
Martha, horrorizada por el rumbo de los pensamientos de los jóvenes, intentó mantenerlos anclados a lo poco que quedaba de su humanidad.
— No podemos hacer algo así... no podemos convertirnos en lo mismo que nos persigue.