Martha se encontraba atrapada en su pesadilla, de pie frente a su casa. No entendía por qué había regresado a ese lugar en sus sueños. De pronto, vio a Hugo saliendo sigilosamente por la parte trasera de su casa, llevando un saco grande y pesado sobre su hombro. Algo no encajaba. Sin poder controlar su impulso, lo siguió a la distancia, sintiendo una creciente sensación de inquietud.
Hugo caminó hasta llegar a su casa y se dirigió al sótano, donde colocó el saco sobre una mesa preparada para algo siniestro. Martha observó, paralizada por el horror, mientras él sacaba una sierra oxidada de su mochila. Cuando rompió el saco, Martha quedó petrificada.
Era su nieto.
Tirado como un muñeco inconsciente, su rostro pálido y su cuerpo inerte.
Intentó moverse, intervenir de alguna forma, pero no podía. Su cuerpo no estaba realmente allí; era solo una espectadora impotente, atrapada en la pesadilla. Desesperada, trató de golpear las paredes invisibles que la retenían, de arañar el aire que la separaba de la realidad, pero no había nada que pudiera hacer. Ni siquiera lastimarse para despertar.
Hugo, ajeno a la presencia etérea de Martha, comenzó a atar al joven con nudos firmes y precisos. Luego, con una calma espeluznante, encendió la sierra y empezó a cortar la pierna de su prisionero. La sangre brotó en borbotones oscuros, y el sonido de la carne desgarrándose resonó en la oscuridad del sótano.
Martha gritó hasta que su garganta ardió, un grito desesperado que se perdía en el vacío de la pesadilla. Trató de abalanzarse sobre Hugo, pero su cuerpo atravesaba el aire como si fuera humo, siempre impotente, siempre a un paso de salvar a su nieto. Las lágrimas le corrían por el rostro mientras su mente se hundía en el terror. No podía más que observar, sin poder evitarlo, cómo Hugo completaba su macabro cometido, dejando a su nieto en un charco de sangre, mientras el horror la consumía desde dentro.
Hugo, con las manos temblorosas y manchadas de sangre, presionó un metal ardiendo contra la pierna del joven. El olor a carne quemada se impregnó en el aire, y un gemido de dolor resonó por el sótano oscuro. Era evidente que Hugo había planificado todo con anticipación: no quería matar al nieto de Martha, sino hacerlo sufrir, prolongar su tormento. Martha, observando la escena desde su pesadilla, se dejó caer al suelo, sin fuerzas para mirar más. Lágrimas de impotencia caían por su rostro, sintiendo cada segundo como un látigo en su mente.
Hugo, con una frialdad insólita, envolvía la pierna sangrante del joven cuando, de pronto, la puerta del sótano se abrió de golpe. Emily, entró con el rostro desencajado. La sangre, la pierna desprendida, y el cuerpo del joven... ¡Era el nieto de Martha! La visión la golpeó como un trueno, dejándola paralizada.
—¡Hugo, ¿qué estás haciendo?! —gritó, su voz quebrada por el horror.
Hugo se acercó a ella, con las manos todavía empapadas en sangre, y la agarró con fuerza por los hombros. Su mirada era frenética, y los rastros de quien solía ser su hermano parecían desvanecerse en su rostro manchado.
—¡Tuve que hacerlo! —dijo con voz urgente y desesperado—. Esa maldita vieja nos dejó a nuestra suerte, ¡que sufra las consecuencias!
Emily retrocedió, sacudiendo la cabeza, incapaz de aceptar lo que veía. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y su cuerpo temblaba.
—¿Cómo pudiste...? —repitió con la voz rota, como si al decirlo más veces pudiera comprender—. ¡¿Cómo pudiste hacerle esto?!
Hugo apretó los dientes, intentando controlarse.
—¡No quiero morir, Emily! ¡No quiero que tú mueras tampoco! ¡Tenemos que salir de esto! —Su voz se quebró, mostrando por un instante el miedo que lo devoraba por dentro. Emily se desplomó de rodillas, llorando sin consuelo, mientras su hermano se volvía cada vez más irreconocible ante sus ojos.
En ese instante, el ambiente cambió de manera abrupta. Hugo sintió cómo el mundo a su alrededor se volvía mudo, como si alguien le hubiera arrebatado todos los sonidos de golpe. Un escalofrío recorrió su cuerpo y supo que ya no estaban solos. Una sombra oscura, etérea y fría como la muerte misma, se deslizó desde las tinieblas hasta colocarse detrás de él.
—Ha llegado tu hora... —susurró la sombra.
Hugo dio un salto de terror y, en un acto de desesperación, arrastró la pierna amputada del joven hacia la sombra, ofreciéndola como si de alguna forma eso pudiera salvarlo.
—¡Tengo lo que querías, mira, aquí está! —dijo, temblando.
La sombra, inmóvil y sombría, apenas giró lo que podría ser su rostro hacia la pierna ensangrentada. Sus ojos vacíos no mostraban interés alguno.
—No recibo ofrendas de personas vivas...
—¿Qué...? —balbuceó Hugo, el terror asomándose en su rostro pálido.
La sombra se acercó, y una brisa gélida recorrió la habitación, paralizándolo hasta los huesos.
—Debes matarlo... y solo entonces será aceptada tu ofrenda. De lo contrario... —una sonrisa malévola se dibujó en la penumbra, y el aliento de la sombra se volvió un viento cortante—. La vida que será tomada será la tuya.
Hugo sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies, el frío calándole los huesos, el sonido de su propia respiración ahogándose en la oscuridad. Sabía que no tenía escapatoria. Mientras Emily lloraba en el suelo y el joven herido seguía inconsciente, la sombra esperaba su respuesta, como un juez implacable en un juicio infernal.
No había otra opción, o al menos eso era lo que Hugo se repetía una y otra vez, tratando de convencerse. El suspenso colgaba en el aire, denso, sofocante, como un presagio de lo inevitable. Sabía que, si lo hacía, su vida nunca volvería a ser la misma, que cruzaría una línea de la que no habría retorno. Pero también sabía que si mataba al joven... podría tomar sus dos piernas y, con ellas, salvar también a su hermana del oscuro destino que los acosaba.