Pronto serían las 3 de la mañana, y Martha esperaba el momento con el corazón latiéndole en el pecho como un tambor de guerra. No había pegado un ojo durante toda la noche, luchando contra el sueño, esperando que la pesadilla la reclamara como lo hacía las veces anteriores. Sin embargo, esta vez, algo era diferente. Los minutos pasaban con una lentitud tortuosa, arrastrándose como una sombra espesa. Pero el sueño no llegaba, no la atrapaba. Una inquietud la consumía, y no podía entender qué estaba pasando. La noche era más espeluznante de lo normal, con un silencio que pesaba en el aire como una amenaza.
Decidió ir a la cocina, en busca de unas pastillas para dormir que la ayudaran a cruzar el umbral de la vigilia. Justo cuando alcanzó la botella en la despensa, un mareo súbito la envolvió. Todo se volvió borroso, y su cuerpo cedió con un golpe seco contra el suelo. Se desmayó al instante, cayendo en la oscuridad.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su cocina. El aire era frío, y se encontraba de pie, frente a la estación de policía donde Emily estaba siendo retenida. Desorientada, intentó moverse, pero sus pies no respondían. Era como si su cuerpo hubiera sido encadenado a ese lugar, obligado a ser testigo de lo que iba a suceder.
Emily estaba sentada en la sala de interrogatorios, con las manos esposadas a la mesa y el rostro pálido, hundido en la desesperación. A su alrededor, la penumbra de la habitación parecía cobrar vida, y de las sombras emergió una risa que a Martha le heló la sangre. Era la risa del espectro. La misma que había escuchado en sus pesadillas, y que ahora resonaba en el aire como una burla maldita.
Emily se puso rígida, sus ojos se abrieron de par en par y su piel se cubrió de un sudor frío. El guardia que la vigilaba notó de inmediato el cambio en su comportamiento y se acercó para intentar calmarla. Pero Emily comenzó a temblar de forma violenta, su voz se elevó en un grito desesperado.
—¡No, no, no! —clamó, mientras sus ojos se movían frenéticamente por la habitación, como si buscara una salida invisible—. ¡Por favor, llévenme a prisión! ¡No dejen que me atrape! ¡NO DEJEN QUE ME ATRAPE!
El guardia retrocedió, sorprendido y asustado por la súbita explosión de pánico. Salió de la sala para buscar a otro detective, dejando a Emily sola en la habitación por unos segundos. En ese instante, las luces de la estación parpadearon, y la temperatura descendió de golpe.
El espejo unidireccional de la sala de interrogatorios comenzó a resquebrajarse, formando grietas que se extendían por toda la superficie. Emily, en estado de terror, vio cómo la sombra se manifestaba tras el cristal roto, tomando una forma aún más amenazante. La figura negra le susurró algo al oído que nadie más pudo escuchar, y las esposas que la mantenían sujeta a la mesa se abrieron de un solo tirón, como si una fuerza invisible las hubiera arrancado.
Emily se levantó de la silla de un salto, con el rostro desencajado. Algo la empujaba desde dentro, guiando sus movimientos. Corrió hacia la puerta de la sala de interrogatorios, que también se abrió de golpe, dejando un pasillo oscuro y desierto frente a ella. Los policías, ocupados con el extraño apagón que había golpeado la estación, no la vieron salir de la sala ni correr hacia la salida principal.
El espectro la seguía de cerca, su risa macabra reverberando por los pasillos vacíos, como un eco de otro mundo. Emily no dejaba de murmurar oraciones y súplicas, pero nada la liberaba de esa presencia infernal. Llegó a la puerta trasera de la estación, y cuando la empujó, ésta se abrió con facilidad. Afuera, la lluvia caía torrencialmente, como si el cielo mismo llorara.
Sin detenerse a pensar, Emily corrió por las calles oscuras, y el espectro la seguía de cerca, su sombra alargándose con cada relámpago que iluminaba la noche. Martha, atrapada en esa visión infernal, intentaba correr a la par de Emily, pero su cuerpo etéreo no podía hacer nada más que seguir los eventos, sin poder cambiar el destino que se desplegaba frente a ella.
Emily corría desesperada, el terror empujando cada uno de sus pasos, hasta que tropezó y cayó de bruces contra un charco de agua helada en la calle. La lluvia la golpeaba con fuerza, cada gota cayendo sobre su piel como si fueran pequeñas dagas de metal. Exhausta y aterrorizada, se quedó inmóvil, temblando sobre el suelo, sin poder levantarse mientras la sombra se cernía sobre ella.
El espectro se detuvo, y lentamente empezó a tomar forma, como si la oscuridad misma se solidificara en un demonio. Su figura, deformada y oscura, emergió de la penumbra, con ojos que brillaban como brasas. El demonio caminó con una calma perturbadora, acercándose al oído de Emily. Ella apretó los dientes, su cuerpo convulsionando de miedo, incapaz de mirar directamente a aquella entidad.
—Los últimos serán los primeros... —susurró la voz del demonio, cada palabra como un filo cortante—. Y los primeros... serán los últimos, ¡JAJAJAJAJA!
Su risa era aguda y estridente, perforando el silencio de la noche como un coro de cuchillas, y Martha sintió cómo el sonido le atravesaba el alma. Era una risa que no pertenecía a este mundo, una que llevaba consigo la promesa de muerte y sufrimiento eterno.
De pronto, el demonio desvió su atención hacia Martha. En su mano, apareció el hacha, la misma de la que ella se había desecho y que creía que jamás volvería a ver. El metal manchado de sangre brilló bajo la luz de un relámpago, y antes de que pudiera reaccionar, sintió un tirón en su interior. El demonio se metió en su cuerpo, tomando control de sus movimientos, sus pensamientos, su voluntad.
Martha intentó luchar, intentó resistirse, pero su cuerpo no le respondía. La sonrisa sádica del demonio se reflejaba en el agua que se acumulaba bajo Emily, y la mano de Martha, ahora guiada por una fuerza oscura, levantó el hacha. Su brazo se movía con una fuerza sobrehumana, y un grito desgarrador quedó atrapado en su garganta mientras veía lo que sus propias manos hacían.