Era una fría noche de agosto y un invierno perpetuo acosaba el hogar con una lluvia que no tenía intenciones de parar. Ya llevaba tiempo pensándolo, pero realmente nunca me había decidido; simplemente no comprendía mi situación, no entendía como había llegado a ese punto… ese punto donde ya no hay retorno, simplemente no veía porque sentía lo que sentía, pero ya estaba todo decidido, estaba todo hecho, estaba todo terminado. El reloj ya marca las 6 de la mañana y el sol se oculta detrás de oscuras nubes, al igual que mi alma es nublada por la consciencia.
Aún recuerdo cuando la conocí; ese día el sol brillaba de una forma particular, o simplemente yo lo vi así; no era de los hombres que creía en lo sobrenatural o en lo divino, pero al verla… al verla me fue imposible no creer. Tenía una cara angelical, de piel delicada y suave, tez blanca y mejillas coloradas, ojos cafés brillantes y labios pequeños y rojizos; una silueta delgada y atrayente, que deja en sus hombros descansar una bella cabellera castaña y liza, creando la armonía perfecta de lo que una mujer debe ser.
La cafetería estaba vacía, rara vez eso ocurría, pero ese día, justo ese día, estaba vacía. Yo aguardaba en una mesa y ella en otra; ya llevaba un buen rato sentado tomándome el café, perdiendo el tiempo, contemplándola. El tiempo pasaba y no podía dejar de verla, su mejilla descansaba en su delicada mano, mientras esperaba la llegada de su pedido; yo por otro lado me sentía como un muchacho, atontado por su belleza y con el corazón a mil. Llevaba un buen tiempo sin sentir semejante cosa, el café se enfriaba, el mundo había dejado de existir; en ese instante para mí, solo existía ella.
Bastó un segundo para imaginarme toda una vida junto a ella, la soñé sin dormirme y la amé sin conocerla, en silencio, en la intimidad de mi mente. Pero como todo sueño, acabo. Finalmente desperté de mi fantasía y al buscarla en su mesa ya no estaba; como un desesperado pregunté al camarero hace cuanto se había ido; dos horas…dos horas había tardado en percatarme que semejante joya había desaparecido. Maldita ceguera, cuando el corazón no ve, ni los mejores ojos ayudan.
Es ridículo pensar en todo aquello en este momento, pero realmente no me queda nada, más que recordar, pues el caos que tengo en la cabeza requiere ser aliviado, y ayudado de un buen trago me impulso a revivir la historia, buscando ahogar la pena y matar la culpa.
Yo solía ir una vez por semana a la cafetería, generalmente los viernes después del trabajo, a descansar el cuerpo y reflexionar sobre la vida, pero después de ese encuentro empecé a ir todos los días, no importaba que, mi afán diario ella llegar a la misma mesa, a la misma hora, a tomar el mismo café. Semana tras semana iba a esperarla, deseando que el cielo me diera otra oportunidad, una oportunidad que no iba a desperdiciar. Pero nada…pasaba el tiempo y nada, debo confesar que estaba perdiendo la esperanza, y un día, después de casi cinco meses finalmente pasó, un día cualquiera mientras me tomaba el café, ella entro, y al igual que la última vez se sentó a esperar su pedido.
Había pasado tanto tiempo que la verdad no sabía qué hacer, ya hacía rato me había resignado a que lo que deseaba era un imposible, así que no había planeado una estrategia de acción para el momento; nervioso tome una servilleta y empecé a escribir un discurso, algo pequeño, que fuera efectivo e interesante, pero la cabeza no me funcionaba bien, simplemente no sabía que decir; acosado y destrozado por mi miedo levante la mirada y por un instante mis ojos se cruzaron con los suyos. ¡Maldición!, las manos empezaron a temblarme y el corazón alcanzo una revolución irregular en su latir, ¡Qué vergüenza!, seguramente me estaba mirando y ni siquiera podía sostener la taza sin derramar el café en la mesa.
Me niego a mirarla en medio de mi debilidad, me aguanto las ganas de levantar la cara, pero nada más lejos de la realidad, los segundos de tensión pasan y no resisto esta necesidad, este instinto. Temeroso levanto mi rostro, efectivamente ella me observa, bebiendo de su vaso con una pajilla. Sus ojos se posan en los míos, mis labios tiemblan, el sudor recorre mi frente y de repente pasa lo inesperado; ella se sonríe, sus ardientes y tentadores labios dibujan una sensual curva que me destroza por dentro, que me consume; inconscientemente devuelvo la sonrisa, pero estoy pasmado, atónito, congelado.
Ella me tiene en sus manos, lo sabe. Me termino de beber, de un trago el café. Al dejar la taza en la mesa la miro una vez más y esta vez uno de sus bellos ojos me lanza un guiño, estoy perdido, totalmente vencido; esto se convirtió sin aviso en un coqueteo que no se devolver ni mucho menos resistir. Decidido me levanto de mi asiento, ansioso empiezo a caminar hacia su mesa, ella luce tranquila e interesada, siento que el corazón se me va a salir del pecho. Llego a su mesa, me siento frente a ella y me obligo a empezar la conversación; pero ya todo estaba dicho, después de unos minutos en silencio, ella me dice.