Esto que siento
Me quedé mirándolo, sintiendo que mi corazón se aceleraba ante su pregunta. ¿Qué estábamos haciendo? La verdad es que ni yo mismo lo sabía con certeza.
—No estoy seguro —respondí con honestidad, sosteniendo su mirada—. Solo sé que me gusta estar contigo.
Ángel bajó la vista, una sonrisa apenas perceptible formándose en sus labios. Cuando volvió a mirarme, había en sus ojos una determinación que no le había visto antes.
—Tengo práctica de básquetbol después de clases —dijo, jugando distraídamente con sus dedos. —¿Te gustaría... venir a verme?
Su invitación quedó suspendida entre nosotros, cargada de significado. No era solo una invitación a ver una práctica; era una puerta que se abría.
—Me encantaría —respondí sin dudar, y la forma en que su rostro se iluminó valió cada segundo de incertidumbre que había sentido.
—Empieza a las tres y media —explicó, visiblemente animado—. En el gimnasio principal.
Miré mi reloj y me di cuenta de que pronto tendríamos que volver al colegio si no queríamos llegar tarde a la siguiente clase.
—Deberíamos regresar —sugerí, aunque una parte de mí deseaba quedarse en este parque bajo el arce para siempre.
Ángel asintió, poniéndose de pie. Caminamos de regreso en un silencio cómodo, nuestros brazos rozándose.
Cuando llegamos al colegio, el timbre acababa de sonar, anunciando el final de la hora libre. Los pasillos comenzaban a llenarse de estudiantes que se dirigían a sus respectivas clases.
—Te veo después —dijo Ángel, deteniéndose en la entrada.
—Ahí estaré —prometí.
Nuestras miradas se sostuvieron un segundo más de lo necesario antes de que cada uno tomara su camino. Lo observé alejarse entre la multitud de estudiantes, su figura destacándose fácilmente. Solo cuando dobló en un pasillo y desapareció de mi vista, me permití soltar el aliento que no sabía que estaba conteniendo.
Con una sonrisa que no podía (ni quería) disimular, me dirigí a mi siguiente clase: Literatura Latinoamericana. Sabía que Alejo, Camila y Maia ya estarían allí, probablemente especulando sobre dónde había estado durante el receso. Y no me equivoqué.
—¡Por fin apareces! —exclamó Alejo cuando me senté junto a él—. Ya íbamos a enviar un equipo de búsqueda.
—Lo siento, estaba... —comencé, pero Camila me interrumpió.
—Con tu novio—dijo con un brillo malicioso en sus ojos—. Los vimos salir juntos del colegio. Ignorandonos, si me preguntas.
Sentí que mis mejillas se calentaban, pero intenté mantener la compostura.
—Fuimos a almorzar, no es gran cosa.
—Claro, y por eso tienes esa sonrisa de idiota —observó Maia, inclinándose sobre su pupitre—. Vamos, suelta los detalles. No nos dejes con la intriga.
Antes de que pudiera responder, la profesora Martínez entró al aula y todos guardamos silencio. Me sentí secretamente agradecido por la interrupción, aunque sabía que solo estaba postergando lo inevitable. Mis amigos no me dejarían en paz hasta saber exactamente qué había pasado.
La clase transcurrió de manera borrosa. La profesora Martínez hablaba sobre Gabriel García Márquez y Cien años de soledad, pero mi mente estaba en otro lugar: en un café acogedor, compartiendo un postre de mango con alguien cuyos ojos negros con su leve brillo me recoraban a una noche estrellada .
—¿Es bueno? —el susurro de Alejo me sacó de mis pensamientos.
—¿Qué cosa? —respondí, confundido.
—El libro que estás fingiendo leer —aclaró, señalando con la cabeza el ejemplar de Cien años de soledad que tenía abierto frente a mí—. Llevas diez minutos en la misma página.
Cerré el libro con un suspiro.
—Estaba distraído —admití en voz baja.
—No me digas —respondió con sarcasmo—. ¿Y tiene algo que ver con cierto basquetbolista de último año?
La profesora Martínez nos lanzó una mirada de advertencia y ambos fingimos volver a nuestras lecturas. Pero apenas se dio la vuelta para escribir algo en la pizarra, Alejo volvió al ataque.
—Me vas a contar todo después de clase —murmuró—. Y no acepto un no por respuesta.
Asentí resignado, sabiendo que era inútil resistirse. Además, una parte de mí quería hablar sobre Ángel, compartir lo que estaba sintiendo, aunque ni yo mismo pudiera definirlo con claridad.
Cuando la clase terminó, fuimos los últimos en salir del aula. Camila y Maia se habían adelantado para ir a su clase de Biología, así que solo quedábamos Alejo y yo. No teniamos más clase, y ambos teníamos libre el resto de la tarde. O al menos, yo tenía planes para esa tarde que incluían cierta práctica de básquetbol.
—Ahora sí —dijo Alejo mientras caminábamos por el pasillo—. Quiero todos los detalles, Romeo. ¿Qué pasó con tu príncipe coreano?
—No lo llames así —protesté, aunque no pude evitar sonreír—. No pasó nada extraordinario. Fuimos a El Rincón de Ana, almorzamos, hablamos...
—¿De qué hablaron? —insistió, genuinamente interesado.
—De música, principalmente —respondí, recordando la conversación—. Toca el piano, ¿sabes? Y compone sus propias piezas.
—Wow, talentoso —silbó Alejo—. ¿Y qué más?
—Luego fuimos a caminar un poco por el parque de la 23...
Alejo detuvo sus pasos, mirándome con los ojos muy abiertos.
—Nathan —dijo con tono serio—. ¿Tuviste una cita romántica y ni siquiera te diste cuenta?
—No fue una cita —protesté débilmente, aunque incluso yo empezaba a dudar.
—Café acogedor, charla profunda, paseo por el parque... —enumeró con los dedos—. Si eso no es una cita, no sé qué lo es.
No respondí, procesando la posibilidad de que, efectivamente, hubiera tenido mi primera cita con Ángel Jeon sin siquiera planearlo.
—Y lo más importante —continuó Alejo, reanudando nuestro camino—. ¿Te gusta? Y no me vengas con que "apenas lo conoces", porque te conozco demasiado bien, Nate.
Suspiré, rindiéndome ante la inevitable verdad.