Las cadenas no dejaban de arder.
Cada vez que se movía, cada vez que respiraba, el hierro oscuro se apretaba más contra su piel, dejando marcas incandescentes que chispeaban sobre su carne.
Y sin embargo… allí estaba.
Viva.
Lyara mantenía los ojos cerrados, mordiéndose la lengua para no gritar, mientras sentía cómo su poder seguía palpitando dentro de ella, como una bestia atrapada en su pecho.
Era doloroso. Como si una estrella hubiera quedado atrapada en un recipiente demasiado pequeño y ahora quisiera romperla desde adentro.
Pero seguía siendo suyo.
Solo suyo.
—Tu terquedad es… exquisita —dijo la voz gutural de Sôrhael, flotando en la penumbra como un cuchillo invisible—. Todos los demás suplicaron antes del final. Tus padres, tus ancestros, tus preciosos guardianes de equilibrio… uno por uno, gritaron.
Su silueta emergió del humo frente a ella, gigantesca, inhumana. Los ojos rojos la miraban con un hambre imposible de describir.
—Pero tú —continuó, inclinándose para mirarla más de cerca— sigues creyendo que puedes resistir.
Lyara levantó la vista, con el rostro bañado en sudor y sangre, y sonrió.
No era una sonrisa bonita.
Era feroz.
—Porque puedo —murmuró, con voz rasposa—. Porque esto nunca… fue tuyo.
Sôrhael rio, y el sonido hizo temblar las paredes.
—Ah, sí… la última de su linaje. —Su tono se volvió venenoso—. El linaje del equilibrio. Guardianes estúpidos de una balanza que no sirve de nada. Lo destruí todo para llegar hasta aquí. Aldeas, ciudades, ejércitos… siglos de espera para arrancar esa luz maldita de tus venas.
Las cadenas se apretaron un poco más, y Lyara jadeó de dolor mientras el fuego se extendía por sus brazos.
Pero debajo del sufrimiento, su poder seguía rugiendo.
No cedía.
No se doblaba ante él.
Porque no podía.
Porque no quería.
Sôrhael levantó una mano hecha de sombra y trazó un círculo frente a ella. La niebla se abrió para mostrar una escena de hace siglos: una ciudad en ruinas, cadáveres por todas partes, fuego devorando los templos, mientras un hombre y una mujer —con los mismos ojos que ella— caían bajo sus garras.
—Tu pueblo pensó que podían esconderlo de mí. —Su voz era ahora un susurro gélido—. Que podían proteger la balanza con su inútil sacrificio.
El humo se desvaneció y sus ojos volvieron a clavarse en los de ella.
—Pero este poder no les obedecía. Ni siquiera me obedecerá… hasta que te arranque la sangre gota a gota y lo reclame.
Las cadenas tiraron de ella hacia arriba, suspendiéndola por completo en el aire, el hierro incandescente quemando hasta los huesos.
Lyara gritó al fin, un sonido crudo y desgarrador que reverberó por toda la cámara.
Pero cuando volvió a abrir los ojos, la luz en ellos ardía.
—No… es… tuyo… —escupió, aún entre lágrimas—. Y nunca… lo será.
El poder dentro de ella rugió, tan brillante que por un instante las sombras mismas retrocedieron.
Sôrhael siseó, entre divertido y furioso, y las cadenas se apretaron otra vez.
Esta vez su grito fue tan potente que el santuario tembló.
Y entonces, la puerta del salón estalló.
La explosión de hierro y magia llenó la sala con un estallido ensordecedor.
Sôrhael se volvió, con los ojos encendidos de rabia, justo a tiempo para ver cómo las sombras de Ashar y la luz de Gareth se precipitaban por el umbral, un vendaval de oscuridad y acero.
El suelo retumbó con sus pasos y el humo se apartó a su paso.
Ashar y Gareth, lado a lado, con sus armas alzadas y las miradas llenas de adrenalina y furia, entraron al santuario rugiendo su nombre al unísono:
—¡Lyara!
Y el poder que ambos liberaron al entrar hizo que incluso la figura de Sôrhael vacilara.
La batalla final acababa de empezar.