Thalyss: El Final de Sorhael

Capítulo 8: La herida que respira

El viento seguía siendo cruel cuando emprendieron el camino.

Las cenizas de Thalyss todavía flotaban a lo lejos, teñidas de un rojo oscuro que recordaba más a sangre que a polvo.

Pero el grupo no se detuvo.

No podían.

Lyara caminaba entre Ashar y Gareth, con los pasos vacilantes y el rostro pálido, la marca negra aún extendiéndose sobre su piel como un veneno vivo.

Cada latido era un recordatorio de que Sôrhael respiraba en su interior, y cada tanto sentía su voz rozarle los pensamientos, como un cuchillo dulce y venenoso.

—No… no puedo más —murmuró, deteniéndose de pronto.

Ashar la sostuvo por el brazo, sus ojos encendidos.

—No digas eso. Nunca digas eso.

—No lo digo por mí… —susurró ella—. Lo digo por ustedes. No quiero arrastrarlos conmigo…

Gareth soltó una carcajada sarcástica mientras desenvainaba la espada para abrirse paso entre las raíces que bloqueaban el sendero.

—Tarde para eso, princesa. Estás atascada con nosotros hasta el final.

El paisaje se volvió más extraño cuanto más avanzaban.

Un bosque de árboles retorcidos, cuyas ramas parecían manos negras tratando de atraparlos.

Un río de agua negra que se movía contra la corriente, susurrando secretos al pasar.

Colinas de piedra que parecían respirar, con grietas por las que se colaban luces púrpuras y verdes.

Allí, en la frontera entre Thalyss y lo que quedaba del mundo exterior, encontraron… compañía.

Los primeros en aparecer fueron dos figuras cubiertas de capas azules y máscaras de plata.

Se hacían llamar Los Vigilantes de la Grieta, y aseguraron que sabían cómo romper la marca.

A cambio, exigieron un precio: nada menos que la mitad del poder de Lyara, entregado a ellos una vez que se liberara.

—Oh, claro —rió Ashar con su sonrisa de depredador—. ¿Por qué no les regalamos también nuestras cabezas en bandeja?

—Cuidado con cómo hablas —respondió uno de los Vigilantes, con un filo venenoso en la voz—. Somos los únicos que conocen el ritual para cortar el lazo sin matarla.

El segundo Vigilante —con voz más amable, aunque igual de siniestra— agregó:

—Sôrhael no dejará que la rompáis solos. Sin nosotros, ella será suya para siempre.

Gareth los miró con frialdad.

—¿Y quién nos dice que no son perros de Sôrhael disfrazados?

Los Vigilantes no respondieron, pero sus carcajadas resonaron mucho después de que desaparecieron en la neblina, prometiendo volver cuando tuvieran una respuesta.

Más adelante, en una planicie cubierta de cristales negros, otro aliado apareció:

Una mujer alta de cabello blanco y ojos dorados, que se presentó como Myrien, hija de los antiguos Equilibrantes.

Aseguró que tenía sangre común con Lyara, y que eso la convertía en la única capaz de guiarla al Umbral de la Ausencia, un lugar donde se podía romper cualquier atadura… a cambio de algo.

—Lo que él marcó, no puede desmarcarse sin un sacrificio. —Sus ojos se clavaron en Lyara, duros como el hielo—. La pregunta es… ¿quién está dispuesto a pagarlo?

Ashar gruñó.

—Si alguien paga, soy yo. Punto.

Pero Gareth simplemente murmuró para sí:

—Ojalá fuera tan simple…

Myrien se ofreció a acompañarlos hasta el Umbral, pero mientras caminaban, sus ojos se detenían en la marca de Lyara con demasiada avidez.

Más de una vez, Ashar la sorprendió rozando la piel de Lyara con los dedos, como si evaluara cuánto valía esa oscuridad en su interior.

Y cada vez que Ashar le dirigía una mirada amenazadora, ella sonreía con una dulzura que no convencía a nadie.

Esa noche, acamparon en un claro donde la tierra estaba caliente y la luna era roja como una herida.

Lyara dormía apenas, retorciéndose entre pesadillas, mientras Gareth y Ashar discutían en voz baja sobre Myrien y los Vigilantes.

—No me gusta esto —dijo Gareth, fulminando con la mirada a Myrien, que conversaba con Kael a unos metros—. Todos parecen demasiado… interesados.

—Bienvenido al mundo real —gruñó Ashar—. Nadie ayuda gratis. Pero la única razón por la que siguen respirando es porque todavía nos sirven. En cuanto dejen de servir, yo mismo los enterraré.

Pero antes de que pudieran seguir, un chillido rasgó la noche.

El cielo se abrió, y de él descendieron Los Despojos, criaturas de Sôrhael con alas enormes y cuerpos de humo y hueso, que se lanzaron sobre ellos con una furia imposible.

La batalla fue inmediata.

Ashar cubría a Lyara mientras su sombra se estrellaba contra las criaturas, arrancándoles las alas.

Gareth giraba como un relámpago, su espada cortando la oscuridad en destellos blancos.

Myrien invocó relámpagos desde el suelo, mientras Thyara levantaba una barrera de fuego para contener la embestida.

En medio del caos, Lyara despertó con un grito de puro dolor: la marca en su pecho brilló intensamente, quemando como si le arrancaran el alma.

Y, en ese mismo instante, todos escucharon la voz de Sôrhael en sus mentes:

—Cada golpe que me deis, ella lo sentirá. Cada herida que me causéis, la sangraré en su lugar. Seguid… si os atrevéis.

Ashar se detuvo, con la respiración entrecortada, mientras veía cómo la sangre de Lyara manchaba la tierra bajo ella.

Gareth apretó los dientes, con el puño tan fuerte que la empuñadura de su espada crujió.

—Maldito monstruo… —murmuró Ashar—. Maldito seas.

—Siempre lo he sido —susurró la voz en respuesta.

Con un último esfuerzo, empujaron a los Despojos hacia atrás, hasta que el cielo volvió a cerrarse y el silencio regresó.

Pero el daño ya estaba hecho.

Lyara apenas se mantenía consciente, la marca latiendo bajo su piel como una herida que no se cerraba.

Ashar la cargó en brazos otra vez, y alzaron la vista hacia el horizonte.

Finalmente, allí estaba: la ciudad en ruinas desde donde habían partido días atrás, envuelta ahora en una niebla espesa.



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Editado: 04.08.2025

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