Las ruinas estaban más frías que nunca.
El aire olía a metal y humo, y cada grieta del suelo parecía una herida abierta en la piedra.
Lyara estaba de pie —o intentándolo— en medio de lo que quedaba de la cámara, las cadenas rotas colgando aún de sus muñecas.
Las imágenes que había visto en las paredes no dejaban de girar en su mente: el pueblo quemado, Sôrhael arrodillado, la niña con ojos dorados.
Las palabras mi hija resonaban, una y otra vez, como un eco insoportable.
Sentía que las brasas bajo sus pies eran más reales que la sangre en sus venas.
Que el latido en su pecho no era suyo.
Que su propio nombre estaba a punto de borrarse bajo el peso de todo lo que había descubierto.
—No puede ser cierto… —susurró, con la voz apenas audible.
Pero la sombra de Sôrhael seguía allí, envuelta en penumbra, observándola con esa mezcla imposible de ira y tristeza.
—El linaje no miente —respondió, su voz quebrada—. Lo que eres está escrito en cada gota de tu sangre.
—¡No! —gritó ella, retrocediendo—. ¡No soy tú!
Las brasas en el suelo se encendieron, y por un instante toda la cámara brilló como un corazón que latía.
Ella cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos, temblando, mientras la marca en su pecho ardía más que nunca.
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Mientras tanto, en el mundo exterior, el grupo no se detenía.
Ashar lideraba la marcha con los ojos encendidos, cada paso suyo parecía un desafío a los dioses.
Gareth caminaba junto a él, con la mandíbula apretada y la espada lista, intercambiando miradas tensas con Myrien y los Vigilantes, que no dejaban de murmurar entre ellos.
—¿Cuánto más? —gruñó Ashar a Myrien, su sombra casi devorando el camino.
—No lo sé —respondió ella, secamente—. La grieta se mueve. La cámara donde la retiene está viva, cambiando de forma para perderlos a ustedes.
Kael, desde atrás, masculló con sarcasmo:
—Maravilloso. Un laberinto con patas. Qué reconfortante.
Thyara, que apenas podía mantenerse en pie, murmuró algo que ninguno alcanzó a entender y apoyó la mano en la pared más cercana.
Su rostro estaba pálido, y las runas de su báculo se habían apagado por completo.
—Podemos perderla —dijo Gareth en voz baja, casi para sí mismo.
Ashar se detuvo en seco y lo fulminó con la mirada.
—Podemos perder muchas cosas. Pero a ella no. Nunca.
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Dentro de la cámara, la mente de Lyara se desmoronaba.
Las brasas formaban figuras que bailaban a su alrededor: los rostros de sus padres, el fuego devorando su aldea, Sôrhael sosteniéndola de niña y entregándole el colgante del Equilibrio.
Y luego… su propio rostro, distorsionado por la marca negra, idéntico al de él.
—¿Por qué? —murmuró, con lágrimas quemándole las mejillas—. ¿Por qué destruirlo todo si éramos iguales?
Sôrhael se inclinó hacia ella, su sombra cubriendo las brasas hasta apagarlas.
—Porque la bondad de nuestro pueblo fue su ruina. Se arrodillaron mientras los quemaban vivos. Se ofrecieron… creyendo que eso salvaría al resto.
Su voz se volvió un susurro helado, apenas humano.
—Yo no me arrodillé.
Ella lo miró, sin saber si sentía odio o lástima.
—Y por eso no eres nada.
Por un segundo, la máscara de Sôrhael pareció agrietarse.
Su figura tembló, sus alas se encogieron, y en sus ojos hubo un destello de dolor, demasiado humano para lo que él era ahora.
—Y por eso tú serás la última.
Las palabras la golpearon como un látigo, y las cadenas comenzaron a retorcerse otra vez, tratando de cerrarse de nuevo en torno a ella.
Pero Lyara apretó los dientes, con los dedos ensangrentados aferrando la marca en su pecho, y susurró entre jadeos:
—Si tengo que romperme para acabar contigo… lo haré.
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Fuera, el grupo finalmente llegó a la grieta que se abría hacia la cámara, un enorme umbral cubierto de símbolos y oscuridad.
Pero antes de cruzar, los Vigilantes se interpusieron.
—Si la liberan sin pagar el precio —advirtió uno, con la voz más grave que nunca—, el mundo entero caerá con ella.
Ashar soltó una carcajada seca.
—Pues que caiga —gruñó, atravesándolos sin más.
Myrien sonrió para sí misma, con ese brillo ambiguo que la había acompañado desde que la conocieron.
Y, por primera vez, sus ojos dorados se oscurecieron.
—Qué divertido será verlos elegir mal —murmuró.
Cuando Ashar y Gareth cruzaron la grieta, el calor y el humo los azotaron como un puñetazo.
Y al fondo, entre las brasas, la vieron.
Lyara estaba de pie otra vez, las cadenas colgando a sus pies, las manos ensangrentadas, el pecho iluminado por la marca negra.
Su rostro era una mezcla imposible de miedo, ira… y algo nuevo: una calma feroz.
Sôrhael estaba junto a ella, pero por primera vez, no la tocaba.
Y su voz sonaba menos como un monstruo y más como un hombre quebrado.
—No puedes huir de lo que eres.
—Puedo elegir no ser tú —susurró ella, sin mirarlo.
Pero justo antes de que Ashar o Gareth pudieran moverse, algo cambió en las brasas: las imágenes en las paredes mostraron algo que ninguno esperaba.
El rostro de Sôrhael, más joven, y el de una mujer idéntica a Lyara… pero mayor.
Y entre ellos, en sus brazos, un bebé con ojos dorados.
—No solo eres de mi sangre —dijo Sôrhael con voz baja, casi derrotada—. Fuiste… mi segunda oportunidad. Mi promesa de equilibrio. Y fallé.
Lyara se quedó inmóvil, el fuego reflejándose en sus ojos, mientras en su mente resonaba la última palabra de Sôrhael:
—Hija.
Las brasas se apagaron de golpe, el humo llenó la cámara, y lo único que se escuchó fue la respiración temblorosa de Lyara… y el crujido de las cadenas que comenzaban a cerrarse otra vez.
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Ashar y Gareth dieron un paso adelante al mismo tiempo, con la adrenalina mordiéndoles la espalda, y Myrien, desde la grieta, sonrió, con los ojos ahora completamente negros.