El silencio en la cámara era irreal, como si el propio aire se hubiera congelado.
Lyara estaba de pie, las manos todavía ensangrentadas, el pecho encendido por la marca negra, y la mirada fija en el hombre —la sombra— que afirmaba ser su padre.
Sôrhael la observaba desde la penumbra, sin moverse, como una estatua de odio y remordimiento.
Detrás de ella, Ashar y Gareth apenas respiraban, sus armas listas pero sin atreverse a intervenir todavía.
Podían sentirlo: la batalla ahora era de ella.
—¿Por qué me mostraste todo esto? —dijo Lyara, la voz apenas un susurro.
Sôrhael ladeó la cabeza, con una tristeza rota en sus ojos rojos.
—Porque no puedes derrotarme si no sabes quién eres.
Las brasas del suelo brillaron y, de pronto, el humo se arremolinó hasta formar una figura: una segunda Lyara, idéntica a ella, pero con los ojos completamente negros, la piel pálida y las manos manchadas de ceniza.
—No… —murmuró Lyara, retrocediendo un paso—. No soy ella.
Pero la otra Lyara sonrió con malicia.
—Claro que lo eres. Soy lo que serás cuando dejes de resistirte. Cuando aceptes quién eres en realidad.
Las cadenas en sus muñecas se tensaron de golpe, arrastrándola hacia el centro de la cámara.
El humo la envolvió, separándola de los demás, y ahora estaba cara a cara con su reflejo.
El verdadero miedo se le clavó en el pecho: no era Sôrhael quien la aterrorizaba… sino la posibilidad de convertirse en eso.
—Eres yo —susurró, con la voz quebrada.
—Soy lo que tu sangre exige —contestó la sombra—. Lo que siempre estuvo aquí, esperando a que dejaras de fingir ser… buena.
Las dos Lyara chocaron, las cadenas estallando en chispas a su alrededor.
Las llamas subieron por las paredes, mostrando de nuevo las imágenes: su linaje, los gritos, los rostros de su pueblo, de su madre… y de Sôrhael sosteniéndola cuando aún era un bebé.
Cada visión era una herida nueva, cada recuerdo una cuchillada.
Ashar gritó desde fuera del círculo de humo, con la sombra temblando a su alrededor:
—¡Lyara, míranos! ¡No estás sola!
Gareth, pálido y con la espada lista, agregó con un rugido:
—¡No dejes que te rompa! ¡No eres él!
Pero ella apenas los oía.
Las dos Lyara seguían forcejeando en el centro, cada una tratando de arrancar la marca del pecho de la otra.
Las lágrimas le ardían mientras sentía que algo dentro de ella se quebraba, como cristal bajo un martillo.
La sombra habló de nuevo, con la misma voz que ella misma usaba:
—No sabes quién eres, ¿verdad?
—¡Sí lo sé! —gritó ella, aunque la voz le temblaba.
—¿Ah, sí? —la retó su reflejo, acercándose, los ojos negros como pozos—. ¿Eres la hija de un monstruo? ¿O la última esperanza de un pueblo muerto? ¿O… solo una niña perdida jugando a ser heroína?
Las palabras la atravesaron como cuchillas.
Y por primera vez, Lyara se sintió vacía.
No había respuesta.
Cayó de rodillas, temblando, las cadenas aún brillando a su alrededor.
—No… no lo sé… —susurró, la voz casi inaudible.
Sôrhael dio un paso adelante, las sombras agitándose tras él.
—Nadie lo sabe —dijo, suavemente—. Todos intentan decidir quién eres. Todos quieren una parte de ti. Pero solo tú puedes elegir.
Las dos Lyara se miraron.
Y entonces, con un rugido, la verdadera arrancó las cadenas del suelo con todas sus fuerzas y empujó a su reflejo hacia atrás.
El humo se disipó por un segundo, dejando ver a ambos: una de pie, destrozada pero desafiante… la otra, la sombra, retrocediendo entre las llamas, con una sonrisa torcida.
—Puedes romperme —dijo Lyara, con lágrimas en los ojos—. Pero no me tendrás.
Las cadenas se deshicieron en polvo, y el reflejo se desvaneció con un grito de rabia que hizo temblar la cámara.
Pero justo cuando pensó que había terminado, otra visión apareció en el aire.
Una figura femenina… idéntica a ella, pero mucho mayor, vestida con el mismo símbolo del equilibrio.
Y junto a esa mujer, un hombre con alas negras y ojos dorados, no tan monstruoso como ahora.
Eran jóvenes, y en sus brazos sostenían a un bebé.
Ella los reconoció.
—Mis padres… —murmuró.
Pero entonces la figura masculina la miró directamente a ella y murmuró con un susurro helado:
—Somos la misma sangre, Lyara. Tú… eres mi redención.
El humo volvió a cerrarse sobre la imagen antes de que pudiera comprender qué significaba.
Las brasas explotaron, cegándola por un segundo, y cuando abrió los ojos de nuevo, el techo se resquebrajaba, la cámara entera temblaba, y las sombras parecían más cerca que nunca.
Detrás de ella, Ashar y Gareth finalmente irrumpieron en el círculo, con el fuego reflejándose en sus miradas desesperadas.
Pero ella apenas los vio.
Su mirada seguía fija en el lugar donde su reflejo había desaparecido.
Su voz, apenas audible, rompió el silencio:
—No sé quién soy… —confesó, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. Pero sé que no voy a ser… tú.
Y con un rugido ensordecedor, la cámara se partió en dos, una grieta luminosa abrió el suelo bajo sus pies, y todos se quedaron quietos al ver que algo —o alguien— se alzaba desde las profundidades.
Algo que llevaba siglos esperando ese momento.
Y el capítulo terminó con las últimas palabras de Lyara, mientras el humo y las brasas la cubrían:
—Que venga lo que tenga que venir.
Y la grieta se tragó la luz.