El campo de batalla era un océano de fuego.
El cielo estaba desgarrado en grietas de luz y sombra; el suelo era una amalgama de sangre, ceniza y magia desbordada.
Las hordas seguían cayendo, pero a cada golpe, el rugido de los vivos retumbaba más fuerte que el de los muertos.
Sôrhael flotaba en lo alto, como un eclipse.
Sus alas abiertas cubrían todo el horizonte, su corona de fuego chisporroteaba, y en sus manos sostenía un orbe de sombras tan denso que el aire alrededor se congelaba.
Lyara estaba de pie frente a él.
Sus manos temblaban, su costado herido ardía, su cabello flotaba como una llamarada blanca.
Ashar y Gareth la flanqueaban, ambos exhaustos y ensangrentados, pero sus ojos fijos en ella.
—Es ahora, Lyara —murmuró Ashar, con la voz ronca y una media sonrisa—. Hazlo arder.
—Termina esto —susurró Gareth, su espada alzándose una última vez—. Haz que tu pueblo se enorgullezca.
Lyara respiró hondo.
Por un segundo, recordó cada duda, cada lágrima, cada cicatriz.
Recordó que no importaba de quién era sangre, ni qué destino le habían escrito.
Ella era suya.
Siempre lo había sido.
Y siempre lo sería.
⸻
Sôrhael descendió, aplastando la tierra con su peso, y rugió con toda la furia del infierno.
—TÚ… ERES… MÍA.
Pero Lyara no retrocedió.
Dejó que su luz y su oscuridad se fundieran dentro de ella, que cada trozo roto de su ser encajara en su lugar, que cada herida se convirtiera en fuerza.
Su pecho brilló como una estrella.
Sus manos ardieron como el amanecer.
—Yo… no soy tuya.
—¡Y nunca lo seré! —rugió, liberando toda su magia.
Una explosión atravesó el campo.
La grieta en el cielo se cerró con un trueno, las hordas de sombras fueron incineradas en un latido, y la figura encapuchada fue barrida por la oleada de poder.
Pero Sôrhael resistía.
Gritaba, maldiciéndola, cubriéndose el rostro mientras su propia sombra se hacía pedazos.
Ashar y Gareth se apartaron, dejando que fuera ella quien diera el golpe final.
Lyara dio un paso al frente.
Su luz se extendió como un huracán blanco, las cadenas invisibles de Sôrhael estallaron, y su corona de fuego se apagó con un gemido.
—No más —dijo ella, con un hilo de voz cargado de furia y ternura.
—Este es tu final.
Cerró los ojos y lanzó toda su esencia contra él.
Todo.
Cada fragmento de dolor, cada recuerdo de bondad, cada sombra y cada rayo de luz.
Un rugido que fue suyo y del mundo a la vez sacudió los cielos.
Cuando abrió los ojos, Sôrhael estaba de rodillas, con las alas hechas cenizas y la corona hecha polvo.
Su figura, ahora apenas una sombra humeante, la miró una última vez antes de desvanecerse.
—Siempre… serás… mi…
Pero antes de que pudiera terminar la frase, desapareció con un susurro.
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El silencio fue ensordecedor.
La grieta en el cielo se cerró del todo, la tierra se asentó, y la oscuridad retrocedió.
Las huestes restantes huyeron, sin mirar atrás.
Lyara cayó de rodillas, con las manos aún brillando, con lágrimas calientes deslizándose por su rostro.
Ashar y Gareth la sujetaron antes de que tocara el suelo.
—Lo lograste —dijo Ashar, con una carcajada rota—. Maldita sea… lo lograste.
—Y sigues aquí con nosotros —susurró Gareth, con una sonrisa tranquila.
Ella los miró a ambos, jadeando, con la voz casi inaudible.
—Sí… sigo aquí…
Pero antes de que pudiera decir más, el suelo tembló bajo ellos.
Un murmullo recorrió la tierra, un susurro que no venía de Sôrhael… sino de algo más profundo.
El aire se volvió frío, y la luz que ella había desatado comenzó a desvanecerse, como si algo la estuviera devorando desde abajo.
Ashar y Gareth alzaron la mirada, tensos, mientras nuevas grietas comenzaban a abrirse.
Gareth apretó su espada, y Ashar entrecerró los ojos con una sonrisa amarga.
—Por supuesto —gruñó Ashar, con sarcasmo—. ¿Por qué acabaría aquí?
—Esto… —dijo Gareth, con el ceño fruncido—. Esto no ha terminado.
El cielo, otra vez, empezó a resquebrajarse.
Y una voz desconocida, más antigua y más cruel que la de Sôrhael, susurró en la oscuridad:
—Has abierto la puerta… pequeña.
—Ahora… tendrás que pagar el precio.
El campo se llenó de sombras nuevas, aún más densas y silenciosas que antes.
Lyara, apoyada en sus dos guardianes, alzó el rostro hacia la oscuridad que regresaba… y cerró los puños.
Su mirada ya no tenía miedo.
—Que venga —murmuró—. No voy a huir.
Y el rugido del nuevo enemigo resonó en la distancia… mientras las brasas del campo encendían otra vez la guerra que aún no terminaba.