Thalyss ; La Elegida de las sombras

Capítulo 2: El umbral

Las piedras brillaban bajo sus pies, y la niebla se arremolinaba como si respirara con ella. Aria no sabía qué la impulsaba a avanzar, pero tampoco podía detenerse.

El círculo parecía latir, como un corazón enterrado. Sin darse cuenta, su mano rozó una de las piedras cubiertas de símbolos. Estaba tibia, viva. Entonces ocurrió.

Una línea de luz —delgada y ciega— se encendió a su alrededor, dibujando un patrón en el suelo. Apenas la cruzó, sintió un tirón en el pecho. El mundo se desgarró en un susurro.

Todo desapareció.

Cuando volvió a abrir los ojos, estaba en un bosque. Pero no era el parque de siempre. Este era imposible.

Los árboles, altos como torres, tenían cortezas de plata y hojas que relucían con un fulgor azulado. Dos lunas colgaban del cielo: una grande y pálida, la otra pequeña y roja, como una herida.

Por un instante pensó que seguía soñando.

—Esto no es real… —murmuró, sin convencerse.

Las criaturas comenzaron a aparecer en las sombras: pequeños seres con ojos luminosos, que se deslizaban entre los arbustos sin hacer ruido. La observaban desde lejos, con una mezcla de curiosidad y temor.

Aria retrocedió un paso. El aire estaba cargado de un perfume dulce y denso, y sentía que cada respiración le llenaba las venas de electricidad.

Por alguna razón, su cuerpo se sentía en casa. El aire, los árboles, todo le resultaba familiar, aunque no podía explicarlo.

Estaba asombrada. Todo era irreal, imposible, y sin embargo las pequeñas criaturas no le inspiraban miedo. Era como si supieran quién era, aunque para ella nada tuviera sentido. Era un sueño, un absurdo… y al mismo tiempo, demasiado real.

Entonces, un sonido desgarró el silencio.

Un gruñido. Bajo, gutural, como el de una fiera.

Las criaturas desaparecieron en un parpadeo, dejando el bosque en un silencio aterrador. Entre los árboles, algo enorme se movía, pesado y rápido. Sombras más oscuras que la noche misma se acercaban a ella, y dos ojos rojos encendidos se clavaron en los suyos.

Sin pensarlo, Aria corrió.

Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Corrió como si fuera lo único posible, como si supiera adónde huir aunque en realidad no tenía idea de nada en ese extraño y familiar lugar.

Las ramas plateadas se enganchaban en su ropa y le arañaban la piel, pero no se detenía. Detrás de ella, la bestia rugía, demasiado cerca, demasiado real.

El suelo tembló. Un zarpazo pasó junto a ella, arrancando un árbol de cuajo. El aire estaba tan frío que le cortaba los pulmones, y el bosque ya no parecía tan hermoso como al principio.

El asombro del bosque se esfumó, reemplazado por un frío que le calaba los huesos y un miedo metálico que le sabía a hierro en la lengua.

Corrió. No pensó. Solo corría. Las ramas la desgarraban, la bestia rugía, el suelo temblaba. Y corría.

Cayó al suelo, jadeando, con la sombra de la bestia sobre ella. Sintió su aliento caliente y pestilente en la nuca.

Mil pensamientos se arremolinaron en su mente. Este es el final. Solo vine a morir aquí. O quizá es un sueño, quizá despertaré cuando esa cosa me alcance. No tenía nada con qué defenderse. Y aun así, no se arrepentía de haber seguido su instinto.

Pero antes de que pudiera gritar, una luz metálica atravesó la oscuridad.

Un hombre apareció de entre los árboles. Su armadura relucía bajo las lunas, como forjada con la misma plata de los árboles. Blandía una espada que parecía hecha de luz, y en un solo movimiento apartó a la criatura, que chilló y se desvaneció entre las sombras.

Aria permaneció en el suelo, temblando. El hombre se volvió hacia ella.

Lo único que pensaba era lo hermoso que era. Como todo en ese lugar, él también parecía imposible: sus ojos azules brillaban con intensidad, su cuerpo alto y fuerte, envuelto en una armadura de plata y oro que resplandecía bajo las lunas.

No parecía sorprendido de verla.

Con voz grave, apenas un susurro, dijo:

—Por fin has vuelto, Lyara.

Y al oír ese nombre, un escalofrío le recorrió la espalda, como si algo muy antiguo despertara en su interior.




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