El camino se desvanecía bajo sus pies. El bosque seguía ahí, pero ya no era hostil; las sombras se apartaban a su paso, como si la temieran… o la reverenciaran.
Aria avanzaba sin hablar, demasiado aturdida para preguntar nada. Gareth caminaba delante de ella, erguido y silencioso, con la espada colgando a su costado y su armadura brillando como una luna más entre los árboles. A veces se volvía a mirarla, y en sus ojos azules ella creía entrever todas las respuestas que no se atrevía a pronunciar.
De pronto el bosque se abrió, y Aria se detuvo, sin aliento. En lo alto de una colina surgía una ciudadela imposible: torres de piedra blanca, murallas cubiertas de hiedra luminosa, banderas de seda con símbolos que parecían moverse al viento. Más allá, un castillo se alzaba en el centro, su silueta recortada contra las dos lunas. Tan hermoso que dolía mirarlo… y al mismo tiempo, había algo en él que helaba la sangre.
—Ven —ordenó Gareth, por primera vez desde que la rescató.
Las enormes puertas se abrieron solas. Guardianes con armaduras de plata inclinaron la cabeza al verla pasar, y las miradas se le clavaron como cuchillas. En los labios de algunos leyó un murmullo: “Lyara…”
Aria se detuvo en seco, sintiendo un nudo en la garganta.
—No. Mi nombre es Aria. No sé de qué están hablando —protestó, aunque su voz sonó débil, incluso para ella misma.
Gareth ni siquiera la miró.
—Ya lo entenderás.
—¡No! No entiendo nada. ¿Por qué todos me llaman así? ¿Quién… quién se supone que soy?
Por un instante, la máscara de Gareth pareció quebrarse; un relámpago de tristeza cruzó sus ojos antes de que él respondiera:
—Eres Lyara. Aunque lo hayas olvidado.
La respuesta le revolvió el estómago, y una oleada de frío le recorrió la espalda. Algo en ese nombre le sonaba demasiado cercano, demasiado… suyo.
Lo condujeron por pasillos interminables, iluminados por antorchas y cristales suspendidos en el aire. A cada paso, más personas se detenían a mirarla, con la misma mezcla de asombro, miedo y esperanza. Todos susurraban su nombre como si fuera un conjuro: Lyara.
Al final del corredor, un salón enorme se desplegó ante ella. En el centro, un altar de mármol negro sostenía un libro abierto, cuyas páginas parecían hechas de luz líquida. Las sombras en los muros parecían inclinarse hacia él, expectantes.
Gareth se detuvo allí y la miró.
—Tu regreso estaba escrito —dijo, con voz baja y solemne—. La sangre de Lyara puede salvar este reino… o condenarlo.
Aria dio un paso atrás, como si las palabras la hubieran golpeado en el pecho.
—¿Qué… qué significa eso?
—La profecía no dice más. Solo que tu destino está ligado al nuestro.
Ella se llevó una mano al corazón, sintiendo cómo le latía demasiado rápido.
—Yo no soy esa persona. No soy… no soy nadie.
Pero Gareth negó con la cabeza, firme.
—Eres más de lo que crees. Lo que importa ahora no es quién fuiste, sino quién serás… cuando estés lista.
—¿Lista para qué? —exigió, dando un paso hacia él.
Por primera vez, Gareth sonrió, apenas un destello de calor en su semblante imperturbable.
—Para reclamar lo que siempre fue tuyo.
Sus ojos azules la atravesaron, y por un segundo Aria tuvo la sensación de que él podía ver cada cicatriz, cada secreto, cada miedo. Entonces él le tendió una manta.
—Toma. —Su voz se suavizó apenas—. Cúbrete.
Aria tomó la manta sin decir nada. Sentía los brazos marcados por la sangre seca, la ropa hecha jirones, el cuerpo agotado… pero la curiosidad seguía latiendo dentro de ella, como un tambor en la penumbra.
Las sombras del salón parecieron acercarse un poco más, agitadas, como si el reino entero contuviera la respiración en espera de lo que ella haría.
Y sin añadir nada más, Gareth se volvió hacia el libro de luz, mientras un murmullo de voces invisibles se elevaba entre las paredes, anunciando que algo estaba a punto de despertar.
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Editado: 25.07.2025