La hoja de la espada de Gareth brillaba como hielo bajo las lunas, apuntando directamente al pecho de Ashar.
Pero Ashar no se inmutó; seguía apoyado contra el árbol, con los brazos cruzados y una sonrisa ladeada, como si nada de esto fuera más que un juego.
—Baja eso, niñito del castillo —dijo con voz baja, y sus tatuajes parpadearon con un fulgor rojo, como brasas encendidas—. Podrías cortarte.
—No le hables —gruñó Gareth, sin apartar los ojos de él—. Y aléjate de ella.
Aria los miraba a ambos, incapaz de moverse, con el corazón rugiendo en su pecho. Algo dentro de ella —la parte que todavía se negaba a llamarse Lyara— quería gritarles a los dos que pararan. Pero otra parte… otra parte sentía cómo su pecho ardía, como si las palabras de Ashar hubieran prendido una chispa imposible de apagar.
—Basta —murmuró ella al fin, dando un paso adelante.
Gareth se tensó.
Ashar sonrió.
—Míralo, Lyara —dijo Ashar, con un tono burlón que en realidad sonaba casi triste—. Él cree que puede protegerte de mí. Pero lo que no entiende es que yo no soy el peligro más grande aquí.
Antes de que Aria pudiera preguntar qué significaba eso, un rugido atravesó la noche. Un sonido tan profundo que hizo temblar el suelo.
De las sombras del bosque emergió algo monstruoso: una criatura de humo y garras, mucho mayor que la que había visto antes. Sus ojos rojos eran brasas gemelas y sus colmillos centelleaban con hambre.
—¡Atrás! —ordenó Gareth, poniéndose entre Aria y la bestia.
Ashar chasqueó la lengua y, con un movimiento, una llamarada brotó de sus manos y chocó contra la criatura, haciéndola retroceder con un chillido que heló la sangre de Aria.
—Bonito cachorro que han soltado esta vez —dijo Ashar, mientras caminaba despacio hacia la bestia, con fuego recorriéndole los tatuajes—. ¿Ya ves, Lyara? Éste… es el verdadero reino al que sirves.
La criatura atacó. Gareth bloqueó una garra con su espada, el impacto lo empujó varios pasos hacia atrás. Ashar estiró una mano y el fuego se convirtió en un látigo de luz roja que se enredó en el cuello de la sombra, haciéndola aullar.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó Aria, horrorizada.
—Tu destino —escupió Ashar, tirando del látigo—. La corona que quieren ponerte… está hecha con las mismas cadenas que atan a esta cosa.
En ese instante, una voz clara y fría resonó en el aire.
—Suficiente.
Las sombras se disolvieron. La bestia gritó una última vez antes de desvanecerse en humo. Y entre la neblina apareció ella: alta, serena, con una corona como de luz líquida sobre la cabeza y un vestido negro que parecía tejido con la noche misma.
La reina.
Aria retrocedió instintivamente. La mujer la miró con ojos que no eran ni bondadosos ni crueles: solo infinitos. Y en sus manos, la Reina sostenía el Libro de Luz, cuyas páginas flotaban abiertas, cada símbolo brillando como un sol en miniatura.
—Lyara —dijo la Reina con una voz suave, que aun así retumbó por todo el bosque—. Vuelve conmigo. Basta de juegos.
Ashar dejó escapar una carcajada.
—Oh, aquí viene tu madre de cristal —se burló—. Siempre con su librito y su corona. Dime, ¿ya le mostraste lo que está escrito para ella?
La reina lo fulminó con la mirada.
—Calla, demonio —le susurró.
Pero Ashar no calló. Dio un paso hacia el libro, y por primera vez, Aria vio algo diferente en él: no era burla, ni arrogancia, sino furia contenida.
—¿Por qué no le cuentas tú? —rugió Ashar, dirigiéndose ahora a la Reina—. ¿Por qué no le dices cómo termina esa preciosa profecía tuya? ¿Cómo la sangre de Lyara no solo salvará el reino… sino que te matará a ti?
La reina apretó los labios. Gareth bajó la espada, con el rostro pálido.
Aria sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.
—¿Qué…? —jadeó—. ¿Qué está diciendo?
Ashar la miró, y por primera vez su voz no sonó burlona, sino amarga.
—Que en ese libro no hay salvación para ti, Lyara. Solo cadenas. Cadenas hermosas, brillantes, que terminan ahogándote.
La Reina avanzó un paso, extendiendo una mano hacia Aria.
—No lo escuches. Ven conmigo. Todo estará bien. Siempre estuvo destinado a ser así.
Ashar encendió sus tatuajes con un estallido de fuego, retrocediendo un poco pero sin apartar la mirada de la Reina.
—Mírame, Lyara —dijo, ronco—. Este es el momento en que eliges. Tú decides si sigues siendo su herramienta… o si por fin rompes las cadenas.
Aria se quedó inmóvil entre los tres. El aire estaba tan tenso que cada respiración dolía, y el libro en manos de la Reina parecía latir, llamándola con una luz cruel y hermosa.
Por primera vez, pensó que tal vez nada de lo que le habían contado era cierto. Y por primera vez, tuvo miedo de sí misma.
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Editado: 25.07.2025