El internado Mirmentand para jovencitas de sociedad era una construcción hermosa, era fácil compararlo con un castillo y era igual de anticuado. Esa escuela era traída de la época medieval a la modernidad, un bello lugar que almacenaba a la mejor estirpe de jóvenes del país, muchas hijas de importantes mandatarios, alcaldes, banqueros, empresarios, entre otros personajes con el dinero suficiente para pagar la colegiatura.
«El palacio real de las tontas» solía decir Loewen.
En muchas partes, la pelirroja tenía razón. El colegio se basaba en una retrograda forma de educación para el lado femenino de la humanidad. Prácticamente eran instruidas en el arte a atender su casa, cuidar a los hijos, lavar la ropa, aprender idiomas… en fin, todas esas cosas que solo las mujeres en el siglo quince tenían permitido, tal parecía que, en esa escuela, el voto, la igualdad de género y el feminismo, no entraban a juego.
No era que se quejara de aprender cosas del hogar, pero, ¡Por el amor a todo lo sagrado! ¡Era una locura que estas chicas solo aprendieran eso de la vida! En realidad, Loewen temía el momento en el que las lanzaran a la vida real y no todo resultara ser tan fácil.
Pero eso no le importaba, ya hace mucho había aprendido a no meterse en la vida de los demás. A Loewen le gustaba vivir la vida plenamente, fácil, disfrutaba de cada pequeña cosa, admiraba cada lugar y amaba a todo ser viviente.
En ese momento del día, Loewen se encontraba sentada junto con una de sus pocas amigas del internado. Llevaba una semana en las instalaciones del gran colegio y por el momento, no era bien recibida por el resto de las estudiantes a excepción de una minoría dividida entre a las que no les importaba y las que la saludaban con amabilidad.
—Te digo Clarisa— se reía Loewen sentada sobre una jardinera cruzando por fin las piernas, manteniéndose quieta por un segundo– Francia es de lo más bonito.
—No puedo creer que tengas tanta suerte —la miró ilusionada aquella pálida y flacucha rubia de ojos cafés; como si Loewen fuera alguna clase de experimento que se escapó del laboratorio– ¿Has ido a tantos lugares?
La pelirroja asintió distraídamente, lo primero que su amiga le dijo la dejo desorientada, ¿Suerte? ¿A qué se refería con eso?
Es normal que las jóvenes de su edad decidieran salirse de casa, que les ilusionara viajar y tener independencia. Pero eso era porque vivieron siempre en el seno familiar, junto a personas que las amaban y las querían tener a salvo de todo y todos. En cambio, Loewen siempre estuvo sola. Era verdad que había viajado y estudiado en los mejores colegios del mundo… ¿Pero suerte? No, ella no lo llamaría suerte de ninguna manera. Afortunada tal vez, puesto que en su condición había sido una de las pocas en tener un tutor bondadoso y que le gustara chiquearla.
—Tu tutor ha de ser una maravilla —Clarisa interrumpió sus pensamientos lúgubres, provocando que los ojos verdes de Loewen se enfocaran en aquella palidez escalofriante, su amiga Clarisa sobrepasaba los limites humanos.
—No lo sé.
—¿No lo es? — la rubia levantó con duda una ceja—. A mí me parece de lo más genial.
—A decir verdad, yo no lo conozco.
—Vaya, lo siento —los hombros de Clarisa decayeron como si hubiera dicho alguna fechoría que la mandara a la horca.
—No es para tanto —le toco suavemente la espalda—, no es como que lo quisiera conocer tampoco.
—¡Loewen! ¿Estás loca? Si se te diera la oportunidad de conocerlo…—la miró con vacilación— ¿No lo harías?
Loewen la observo por unos segundos, Clarisa era muy ingenua y dulce. No veía más allá del mundo de caramelo que sus padres le habían regalado, ella subsistía en esa colcha reforzada contra golpes, la mayoría de las jóvenes que residían ahí eran igual. Sus padres eran en su mayoría ricos, y les querían dar una “educación” para cuando se casarán. No era asunto suyo abrirle los ojos, así que dejo salir una carcajada desde lo más profundo de su ser, quitándole importancia a toda la plática.
—¡Claro!, al menos por mera curiosidad —asintió la joven.
—Me alegro —respondió con un suspiro aliviado.
La pelirroja se inclinó de hombros y volvió la verdosa vista al resto de sus compañeras quienes paseaban altivas por los jardines de la instalación, meneando esas caderas prodigiosas para un parto y bellos rostros para los hombres. Siempre le recordaban a Loewen que era delgada y que con las pocas caderas que tenía, sus partos seria dolorosos y difíciles. ¡Como si pensara tener hijos!
—¿No te parece mágico? —habló de pronto Clarisa, haciendo que Loewen reaccionara.
—¿Qué cosa?
—El hecho de que vivamos tan cerca de Yellowstone —la miró con ojos brillantes.
—Si por mágico quieres decir arriesgado. Concuerdo contigo.
—¿Te da miedo?
—No, si estoy aquí es porque mi tutor quiere que aprenda algo de esto —abrió los brazos a lo largo de su alcance—. Lo hare rápido, no quiero morir en un estallido o algo parecido.
Clarisa soltó una dulce y tierna risilla, su mano blanca y flaca le cubría su boca como si intentara retener ahí el acto nada bien visto en una señorita de sociedad.