The Elementals: La flor de pascua

VII. Entre listones y secretos.

El aire seguía frío mientras avanzaban por el sendero, y el sol, apenas elevado sobre las colinas, iluminaba las piedras del camino. Habían caminado ya un buen tramo desde la posada, dejando atrás el olor a chimenea y el murmullo acogedor de la mañana. El bosque se abría poco a poco y el paisaje se tornaba más amplio, más luminoso.

A medida que descendían por la última colina, Nyssara levantó la vista… y ahí estaba.

Ciudad Sol, extendida ante ellas como un mosaico brillante.

Iban caminando a un ritmo tranquilo; desde donde estaban ya podían distinguir las casas de muros claros y tejados de cerámica coloreada, propios de aquella región: rojos intensos, azules profundos, verdes oscuros. Todo contrastaba con la luz dorada del amanecer. Pero nada llamaba tanto la atención como la gran torre blanca en el centro de la ciudad, esbelta y elegante, rematada por una aguja metálica que reflejaba la luz del sol en destellos casi cegadores. Ese era el corazón de la ciudad, el símbolo del Festival de Invierno y el lugar donde Nyssara solía pasar esa fecha junto a su madre.

Sabrina caminaba un poco más adelante, con paso ligero y ojos brillantes; era evidente que nunca había visitado esa ciudad.

Al acercarse a la entrada, los sonidos los envolvieron: risas, canto, voces alegres. Los habitantes colgaban listones dorados, el adorno tradicional del Festival de Invierno, desde postes, ventanas y balcones. Otros ajustaban telas blancas bordadas con símbolos del sol y la aurora. Había música en todas partes; tambores suaves, campanillas y flautas.

Nyssara se detuvo unos segundos, contemplando todo.

La nostalgia le apretó el pecho. Recordó la mano de su madre llevándola por esas mismas calles, los dulces de miel, las luces encendidas en la torre…

Perdida en sus recuerdos, avanzó un par de pasos más, cuando de pronto sintió un tirón brusco en el brazo.

—¿Sabrina? —murmuró, sorprendida.

Sabrina no respondió. Su expresión había cambiado de golpe; estaba tensa, alerta. Sin decir nada, la arrastró con firmeza hacia un callejón estrecho entre dos casas de piedra.

Y allí, ocultas del bullicio, Sabrina miró hacia la calle como si hubiese visto algo que no debía estar allí.

—¿Qué pasa? —susurró Nyssara, apenas recuperando el aliento tras ser jalada al callejón.

Sabrina mantuvo los ojos fijos en la calle.

—Creo que vi al chico de la posada… —murmuró con cautela—. Kael. Y no estaba solo. Venía con más caballeros… y llevaban el estandarte de tu casa.

El corazón de Nyssara se detuvo un instante.

El estandarte de su casa.

Caballeros.

Organizados.

Desfilando como si nada hubiera ocurrido.

Pero… ¿cómo?

¿No se supone que el reino había caído?

¿Quién tomó el control?

¿Cómo pueden moverse tan pronto y con tanta fuerza?

Una oleada de confusión —y un pinchazo de miedo— le recorrió el pecho.

Sabrina por fin se giró hacia ella, leyendo su expresión con facilidad.

—Lo sé —dijo en voz baja—. Algo no encaja. Necesitamos información… y rápido. Antes de que alguien más nos vea o antes de que ellos pregunten por ti.

Nyssara tragó saliva, intentando calmar el torbellino en su mente mientras el bullicio del festival seguía sonando a pocos metros, ajeno a todo.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, con un hilo de voz.

Sabrina respiró profundo.

—Primero, mezclarnos entre la gente. Y después… averiguar quién demonios tomó el control de este reino.

Nyssara se colocó el gorro de su capa roja, bajándolo lo suficiente para ocultar parte de su rostro. El bullicio del Festival de Invierno las envolvió de inmediato: música, risas, campanas tintineantes y el aroma a pan dulce especiado. Aun así, ninguna de las dos lograba relajarse.

Ambas avanzaron entre la multitud, tratando de identificar a alguien que pareciera tener información… o intenciones ocultas.

Fue entonces cuando Sabrina se detuvo en seco.

Un hombre con una capa negra se deslizaba entre la gente de forma demasiado cuidadosa, como si midiera cada paso. No llevaba adornos, no celebraba, no hablaba con nadie. Su andar silencioso destacaba entre la algarabía.

Sabrina entrecerró los ojos.

—Ese hombre… —murmuró—. Tiene pinta de espía.

Nyssara apenas reaccionó cuando Sabrina volvió a tomarla del brazo.

—Vamos.

Corrieron tras él, esquivando músicos, niños corriendo con cintas doradas, puestos de dulces y faroles colgantes. El hombre aceleró, como si notara la persecución. Se metió en una calle lateral, luego otra aún más estrecha, serpenteando por callejones que parecían laberintos entre las casas color piedra de la ciudad.

Finalmente, después de una última vuelta, llegaron a un pasillo estrecho sin salida. El eco de sus pasos se apagó.

El hombre se detuvo.

Muy despacio, se dio la vuelta.

Su rostro quedó parcialmente oculto bajo la capucha, pero su voz gruesa resonó clara en el silencio:

—Puedo darles lo que quieren.

Sabrina no dudó ni un segundo. Levantó su arco, tensó la cuerda, y una flecha envuelta en fuego apareció al instante, iluminando su rostro con un resplandor naranja.

—Entonces es mejor que hables rápido —dijo con un tono amenazante, firme, sin temblor alguno.

El hombre observó la flecha ardiente sin inmutarse.

Y sonrió.

—¿Solo trato de ayudarlas y me amenazas? —gruñó el hombre, alzando las manos lentamente.

Sabrina no bajó el arco ni un centímetro. La flecha de fuego seguía iluminando sus rostros, proyectando sombras inquietas en las paredes del callejón.

Nyssara se mantuvo a su lado, en posición defensiva, preparada para reaccionar ante cualquier movimiento brusco.

El hombre suspiró, resignado, y comenzó a hablar.

—El reino tiene un… suplente —dijo con voz ronca—. Un tal Graulk.

Nyssara frunció el ceño. El nombre no le decía absolutamente nada. Lo buscó en su memoria, entre historias de la corte, reuniones de su madre, aliados y traidores… pero nada.



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Editado: 08.12.2025

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