The Elementals: La flor de pascua

VIII. La marca en la aguja.

Rato después, Nyssara apenas había logrado recuperar el aliento cuando escucharon pasos arriba. No eran muchos, pero el sonido era firme, pesado, como botas que arrastraban humedad y barro. Sabrina levantó la vista al instante; su instinto se tensó como una cuerda estirada.

La pequeña puerta crujió.

Nyssara retrocedió un paso… hasta que vio que era la misma mujer. Bajaba las escaleras a toda prisa, con el rostro más pálido que antes y respirando entrecortado, como si acabara de atravesar la ciudad completa sin detenerse.

—Escúchenme —susurró, cerrando la puerta tras de sí con urgencia—. No tienen mucho tiempo.

Sabrina se incorporó ligeramente.

—¿Qué pasa ahora?

La mujer se acercó a ellas, sosteniendo una lámpara cuyos destellos temblaban igual que sus manos.

—No son solo los caballeros los que las están buscando —dijo, bajando la voz hasta casi un murmullo—. La gente de la ciudad… está empezando a notar cosas. El frío, las tormentas, ese aire extraño que quema la garganta. Dicen que el clima cambió de golpe, como si el invierno hubiera caído entero sobre nuestras cabezas en un solo día.

Sabrina y Nyssara intercambiaron miradas tensas.

Entonces la mujer fijó su atención en Nyssara.

—Y algunos creen que tú tienes la culpa.

Nyssara se quedó helada.

—¿Yo? Pero yo no hice nada…

—Lo sé —respondió la mujer con firmeza—. Porque no fuiste tú. Fue él.

Nyssara sintió que la respiración se le cortaba.

—¿Él…?

La mujer asintió, tragando con dificultad.

—El hombre que se llevó a tu madre. La noche en que desapareció, liberó un pulso… una energía elemental oscura. Una onda que recorrió el continente entero. No muchos lo vieron, pero todos sintieron el impacto. Fue como una… especie de resonancia elemental que además reaccionó con los cuatro puntos de resonancia.

Sabrina frunció el ceño.

—¿Una resonancia elemental?

—Exacto —dijo la mujer—. Y desde ese pulso, nada volvió a su orden. El clima se desajustó, las criaturas del bosque están inquietas, y algo más se ha despertado.

Nyssara tragó saliva.

—¿Qué pasó?

La mujer respiró hondo antes de responder:

—La Aguja de Hierro. La torre del centro de la ciudad. Toda la vida ha sido un símbolo, solo eso. Una torre de metal viejo, nunca ligada a la magia. Pero… después del pulso… su interior comenzó a corroerse, oxidarse, a desgastarse como si hubiera envejecido cien años en una sola noche.

Sabrina cruzó los brazos.

—¿Y quieres que vayamos a verla?

—Necesito que vayan —corrigió la mujer—. Nadie más podrá entender lo que pasa ahí dentro. Y si encuentran algo… podría haber una pista sobre tu madre.

El corazón de Nyssara dio un vuelco brusco.

Sabrina, sin embargo, mantenía la voz dura:

—Afuera hay gente buscándola. Caballeros, espías, cazadores…

La mujer se inclinó y abrió un compartimiento oculto bajo unas mantas. De ahí sacó túnicas viejas y capas descoloridas, con costuras que parecían remendadas mil veces.

—Entonces se disfrazarán. No pueden quedarse aquí. No con lo que está pasando fuera… y no con lo que está por venir.

Nyssara cerró los ojos, dejando que el miedo se apretara en su pecho por última vez.

Respiró.

Y cuando los abrió, algo nuevo brillaba en ellos. Una decisión férrea.

—Llévanos a la Aguja —dijo.

La mujer asintió.

Y el destino comenzó a moverse.

Salieron del pequeño café, aquel local humilde que olía a granos tostados y madera vieja, ahora convertida en su refugio improvisado. Con sus nuevas ropas discretas —túnicas descoloridas, capas que parecían de vendedores ambulantes y capuchas que les cubrían casi el rostro entero— lograron mezclarse entre la multitud sin llamar la atención.

El bullicio de Ciudad Sol las envolvió de inmediato: pregones de comerciantes, el murmullo inquieto de la gente, pasos apresurados, un aire tenso que parecía listo para estallar. Nadie las miró dos veces… pero Nyssara sentía que cualquier par de ojos podría reconocerla en cualquier momento.

La mujer avanzaba delante de ellas, caminando rápido pero sin parecer sospechosa. Sabía exactamente qué calles tomar, qué esquinas evitar y cómo moverse sin levantar dudas.

—Solo debes infiltrarnos hasta la entrada —dijo Nyssara en voz baja, intentando no sonar tan nerviosa—. Ya dentro… sé cómo subir.

La mujer asintió sin mirar atrás.

—Eso haré —respondió, con el mismo tono apresurado.

Sabrina, en cambio, caminaba un paso atrás, con la mano cerca del arco oculto bajo la capa. Sus ojos recorrían los puestos, los pasillos, las sombras. Cada figura encapuchada, cada soldado a lo lejos, cada ruido repentino.

—Esto está demasiado lleno —murmuró por lo bajo—. Si alguien nos reconoce aquí, no tendremos dónde correr.

Nyssara apretó los dientes.

—Por eso tenemos que llegar a la Aguja antes de que alguien más lo haga…

La mujer se detuvo un momento en la esquina, levantando apenas el borde de su capucha para observar la calle que seguía. Luego hizo un gesto rápido con la mano.

—Ahora. Sigan mi paso —susurró.

Y volvieron a caminar, rumbo a la Aguja de Hierro.

Entraron por un pasaje lateral, una calle más estrecha y menos transitada, donde los muros de piedra parecían absorber el bullicio de la ciudad. Desde allí, la torre y su aguja plateada se alzaban majestuosas, reflejando el sol como una columna de luz. Era imposible no sentir una mezcla de asombro y presión al verla tan cerca; imponente, antigua… y ahora, según lo que habían escuchado, profundamente dañada por algo oscuro.

La mujer avanzó con pasos rápidos y discretos. Con un movimiento de la mano señaló algo al pie de la torre.

Una entrada subterránea, apenas visible desde la calle.

Un arco bajo de piedra, con una rampa que descendía en sombras.

—Por ahí entran las carrozas —susurró la mujer.

Nyssara asintió de inmediato.



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Editado: 08.12.2025

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