El aire seguía oliendo a humo.
Nyssara aún tenía el corazón acelerado; sentía el calor pegado a la piel, como si la llamarada siguiera suspendida en el aire.
La joven de ojos azul grisáceos, aún imponente sobre su caballo, las observaba con una expresión dura, casi desafiante.
—Vendrán conmigo —repitió, su voz firme como una hoja recién forjada.
Nyssara abrió la boca para preguntar algo, pero un crujido detrás de ella la obligó a darse la vuelta.
Dos figuras emergieron del camino ennegrecido.
Caballos negros, armaduras azabache que brillaban bajo las brasas.
Símbolos grabados en las placas que Nyssara no reconocía, pero cuya sola presencia imponía respeto… y miedo.
Los jinetes se detuvieron detrás de ellas, formando una línea impecable.
No hablaron.
No se movieron.
Solo esperaron.
Sabrina apretó la muñeca de Nyssara, tensándose como un resorte listo para romper.
La joven rubia inclinó la cabeza hacia los jinetes.
—Ellos las escoltarán.
Un vuelco frío sacudió el estómago de Nyssara.
No había escape.
No había bosque.
Solo ceniza… y esos ojos que parecían verla por dentro.
Y aun así, algo en ella susurraba que seguir a esa chica podría ser su única opción…
o la peor decisión de su vida.
Pero no tenía elección.
No ahora.
Sabrina se levantó sin adoptar postura de ataque, algo raro en ella. Por primera vez desde que Nyssara la conocía, su amiga parecía… insegura.
Como si incluso ella supiera que enfrentarse a esos jinetes sería un suicidio.
Nyssara se incorporó también, las piernas temblándole por el susto y por el calor que aún sentía pegado a la piel.
La joven rubia no perdió tiempo; señaló con un gesto los imponentes caballos azabaches.
Uno resopló, expulsando un aliento cálido que erizó la nuca de Nyssara.
—Suban —ordenó uno de los jinetes, su voz grave resonando detrás del casco cerrado.
Sabrina la miró como esperando una señal… pero Nyssara tampoco tenía respuestas.
Solo miedo.
Miedo, y la amarga certeza de que resistirse sería peor.
Asintió.
El jinete extendió una mano enguantada para ayudarla a subir. El tacto frío del metal la sobresaltó, pero permitió que la izara hasta la montura.
Sabrina subió al otro caballo. Antes, lanzó una última mirada hacia el bosque reducido a cenizas… como si grabara esa imagen en su memoria.
Cuando ambas estuvieron montadas, los caballos giraron obedeciendo una señal silenciosa de la joven rubia.
—Manténganse cerca —ordenó ella, tomando la delantera.
Nyssara se aferró a la montura.
Ni siquiera Sabrina podía protegerlas ahora.
Y eso era lo más aterrador.
Los caballos arrancaron con una fuerza brutal, casi lanzándolas hacia atrás.
Nyssara apenas distinguía el camino. La armadura del jinete delante de ella bloqueaba casi toda la vista: solo sombras, troncos que pasaban como manchas, y el cabello dorado de la joven a la que seguían.
Al voltear un poco la cabeza vio a Sabrina cabalgando a su lado, rígida, aferrada a la montura. Sus ojos, normalmente decididos, estaban concentrados solo en no caer.
El aire frío golpeaba el rostro de Nyssara hasta hacerle lagrimear.
Las hojas crujían bajo los cascos, y aun así los jinetes cabalgaban como si el bosque entero les perteneciera.
Cada salto del caballo hacía que el miedo le subiera al pecho.
No sabía a dónde la llevaban.
No sabía por qué Elementa la quería.
Solo sabía que se alejaban de la ciudad…
y de cualquier posibilidad de regresar.
La noche era espesa, pero los jinetes avanzaban sin dudar, como si pudieran ver en la oscuridad.
Nyssara perdió la noción del tiempo.
Minutos.
Horas.
O algo entre ambos.
Finalmente, una luz apareció entre los árboles.
Los caballos redujeron la velocidad, dándole a Nyssara su primer respiro desde que habían montado.
El bosque se abrió de golpe.
Frente a ellas se extendía un campamento enorme, iluminado por antorchas y una gran fogata central. Las carpas blancas con bordes dorados parecían casi sagradas, propias de un regimiento de élite.
Nyssara reconoció el estilo al instante: Elementa.
Hombres con armaduras negras y doradas custodiaban el perímetro.
Entre ellos caminaban varias jóvenes vestidas de rojo, con piezas metálicas doradas que reflejaban el fuego. Se movían con la seguridad de quienes saben que pueden reducirlo todo a cenizas si lo desean.
Al detenerse los caballos, Nyssara sintió decenas de miradas clavándose en ellas.
Curiosidad.
Desconfianza.
Y algo más… algo que no supo nombrar.
Las jóvenes de rojo se acercaron.
No hicieron preguntas.
No ofrecieron explicaciones.
Solo hicieron un gesto y las guiaron hacia la carpa central: la más grande, la más iluminada… y la más intimidante.
El corazón de Nyssara no se calmaba.
Dentro, estaba la joven que había incendiado el bosque.
Sentada detrás de un escritorio elegante, escribía con una pluma larga, rodeada de documentos y sellos dorados. Ni siquiera al entrar Nyssara y Sabrina levantó la vista.
Cuando lo hizo, su expresión fue de puro desdén.
—Les dije que las llevaran a una carpa —se quejó, dejando la pluma—. ¿Por qué me las traen?
—Pensamos que querías verlas, líder —respondió una de las chicas.
—No. ¿Para qué? —bufó la rubia, moviendo la mano como si apartara humo—. Ya. Llévenselas.
Las jóvenes hicieron una reverencia breve y empujaron suavemente a Nyssara y Sabrina hacia afuera.
Sabrina arqueó las cejas sin poder creer lo rápido que las habían sacado.
Nyssara apenas procesaba que la chica que había reducido un bosque a cenizas… ahora no tenía el menor interés en verlas.
Mientras las escoltaban, las jóvenes de rojo empezaron a murmurar sin preocuparse por ser oídas.